PARTE XIV.

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Las campanas repicaron por toda la ciudad. Ni siquiera en el Lecho de Pulgas, con su habitual bullicio de personas, había un alma. Toda la ciudad parecía sumida en la penumbra. La sombra del Desconocido se extendía por la capital.

Desembarco del Rey estaba de luto. El Rey Viserys Targaryen, Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino había fallecido esa mañana a causa de una enfermedad que ni el mejor maestre pudo detener.

La ciudad y el pueblo llano lamentaban la pérdida de un rey que procuró la paz por sobre los conflictos, que agradaba a nobles y pobres por igual.

Aquella mañana, sin embargo, no fue la que amanecería con la noticia de la muerte del Rey.

Había sucedido mientras compartían el lecho. Aegon, con los ojos adormilados y el cuerpo adolorido no podía distinguir entre la realidad y el sueño, si saber cuánto tiempo llevaban así, se deshizo del abrazo de Jace. Tenía la garganta seca.

Jace seguía dormido cual oso, pesado como un tronco entre sus sábanas. Cuando se levantó, Aegon pudo contemplarlo. Tenía el cabello revuelto a más no poder, su piel estaba ligeramente tostada y no pudo evitar recordar cuando eran niños entrenando con Ser Criston Cole y Ser Harwin Strong. Cada mañana Jacaerys escogía dos espadas de madera y le tendía una a su tío con una sonrisa traviesa en su rostro. Aegon era más grande y alto, tenía más años de experiencia y aunque nunca había pisado un campo ese batalla se consideraba buen espadachín. No obstante, el pequeño príncipe parecía empeñado en hacer que su entrenamiento fuera más allá de un juego.

El niño que recordaba golpear y gruñir como una pequeña bestia enfurecida, dormía en su cama después de haberse unido. Quién lo diría. Aegon sonrió porque no había sido diferente. El sólo recuerdo de Jace contra su cuerpo le produjo un escalofrío. Cada vez que su sobrino arremetía contra él le producía sensaciones indescriptibles que rayaban entre el dolor y el placer. Aegon podía volverse adicto a eso con facilidad, era una delicia a la que podía rendirse. Dulce como el vino, menos nocivo, descartando el hecho de que le dolía el cuerpo, tenía las piernas débiles y su sexo chorreaba cosas en las que no quería pensar hasta no haber bebido algo.

Debía limpiarse, sí, con urgencia, pero ver a Jace en su cama a sabiendas de que probablemente llevara a su cachorro en su vientre... no quería arriesgarse a entrar una bañera para deshacerse de la semilla del alfa. Su celo tardó en llegar y aunque a Jace parecía no importarle, sabía que la incertidumbre de un embarazo ensombrecería su feliz unión.

Se puso su camisa y los pantalones de Jace, al descubrir los suyos hechos jirones, se envolvió en una manta y salió de la habitación. El castillo estaba frío, las piedras que conformaban los muros se sentían húmedas al tacto y las pocas antorchas que quedaban encendidas producían densas sombras entre los pasillos. Todo estaba en completa calma. Las habitaciones destinadas a la familia real quedaban relativamente cerca y aunque en su camino no encontró ninguna criada, sí encontró la puerta de las habitaciones de su padre, el rey Viserys, entreabierta. En su interior Otto Hightower se hallaba junto al lecho.

La curiosidad del príncipe lo motivó a esconderse entre las sombras al verlo aproximarse a la puerta. ¿Por qué se escondía de su abuelo? No lo sabía, solo sintió que no debió presenciar eso, la cara de la Mano del Rey con una sonrisa escondida tras la densa barba pelirroja mientras se alejaba. Aegon entró a la habitación de su padre para descubrir con gran dolor que ya no respiraba.

No sólo estaba muerto, tenía un color verdoso y el mal olor que desprendía le produjo arcadas. Viserys Targaryen llevaba muerto más de unas cuantas horas y nadie se había molestado siquiera en venir a verlo. O eso creía.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora