PARTE XXIX

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Las sábanas se le pegaron al cuerpo a causa del sudor frío que lo empapaba, haciéndole difícil salir de la cama. Sentía que se ahogaba, el susto de una muerte inminente a causa de la falta de aire en sus pulmones lo sacó de aquella pesadilla en la que su cuerpo era arrastrado al fondo del mar, engulléndolo entre la sal y el agua fría.

Lucerys nunca se había ahogado, ni siquiera cuando era un bebé y Laenor lo sumergió por primera vez en el agua, el pequeño Velaryon había flotado cual pez de inmediato, dando bocanadas y moviendo apenas sus bracitos ante la asombrada mirada de su padre quien sonreía con orgullo, alzándolo de inmediato del mar y lanzándolo al cielo en el jubileo de tener a su heredero.

Aquella pesadilla sin embargo, no le pertenecía y de inmediato supo que algo andaba mal.

Con el fuego de la venganza ardiendo en sus venas, ni siquiera había reparado en el vínculo con Aemond, creyéndolo seguro en Marcaderiva.

Salió de la cama no sin dificultad y tropiezos, buscando su ropa, su espada, papel y tinta. No tenía tiempo de dar explicaciones.

No obstante en cuanto empezó la carta, no supo qué decir. Jacaerys aun estaba preocupado por Aegon y con todo el alboroto de Daemon su madre apenas soportaba sus propios nervios.

Dioses, solo le quedaba una persona a la cual recurrir y no estaba seguro de cómo reaccionaria cuando le dijera lo que pasaba.

Alicent no era partidaria ni de él ni de su compromiso con Aemond, su hijo predilecto, por no decir que apenas le había dirigido la mirada después de volver, pero después de os acontecimientos sucedidos en Antigua, esperaba que al menos pudieran tener una tregua y ayudarse mutuamente.

El nudo en el estómago se estrechaba conforme avanzaba a los aposentos de la Reina Viuda y de no ser porque realmente necesitaba de su ayuda habría ido directamente a Pozo Dragón y volado hacia la isla.

La mujer, vestida con un vestido verde tan oscuro que casi parecía negro, estaba sentada al borde de la ventana, con el pelo enmarañado apenas recogido en una larga trenza que le caía entre los delegados hombros. De espaldas, mantenía la misma postura rígida de Aemond, aunque sus hombros y el débil temblor en ellos denotaba su angustia. No notó cuando Lucerys entró hasta que se paró a su lado.

–¿Qué haces aquí?– murmuró con desdén.

–Necesito de su ayuda– suspiró, sintiendo los ojos de Alicent posándose sobre él antes de sonreír con incredulidad.

–No hablaste conmigo cuando te llevaste a mi hijo, ¿qué te hace pensar que voy a ayudarte ahora?

–Precisamente porque su hijo nos necesita –. Aquello la puso en alerta, casi pudo ver sus rizos crisparse– Mi esposo –dijo Lucerys con lentitud, arrastrando cada letra, como si amortiguara la noticia,– presiento que se encuentra en problemas.

–¿De qué hablas?– Alicent se llevo los dedos a la boca, como ahogando un grito. Lucerys vio las uñas rotas y los dedos en carne viva antes de mirarla a los ojos.

–El vínculo con Aemond es... diferente– explicó él– podemos sentir lo que el otro siente– ella frunció el ceño y el alfa desvió la mirada, arrepintiéndose de las implicaciones que podría estar creando en su cabeza. –Tuve un sueño. Me ahogaba y de inmediato nuestro vínculo pareció... débil. Tengo miedo, Majestad.

Aunque la mujer apretó la mandíbula y sus ojos verdes se tornaron oscuros y distantes, recogió el vestido y avanzó hacia su escritorio, garabateando con rapidez en una hoja que después dobló y selló con cera. Lucerys no preguntó ni se movió hasta que ella volvió junto a él.

–Enviaré una carta a mi hijo. Un señuelo. Hay cosas que Aemond sabe cómo responder...– se lamió los labios antes de tendérsela –si no lo hace... te haré responsable de cualquier daño causado a mi hijo. ¿Entendió, príncipe Lucerys?

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora