PARTE XI

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Si pensaba que al comprometerse con el príncipe todos sus problemas se resolverían y desaparecerían, dejándolo vivir una vida tranquila hasta que el día de su matrimonio llegara por fin, estaba muy equivocado.

Lucerys Velaryon no era el príncipe tímido e inocente que todos creían. Era calculador, al mismo tiempo que impulsivo. Era controlador, al mismo tiempo que complaciente. Era inteligente, al mismo tiempo que estúpido. Era su hermano después de todo.

Pero no creía que todas esas cualidades y defectos rayaran en lo irresponsable, incauto, insensible e irreconocible. No al grado de fugarse con Aemond a quién sabe dónde, para quién sabe qué, quien sabe cuándo. Porque se negaba a creer que su tío Aemond fuese tan débil e ingenuo como para ser secuestrado por Lucerys como la reina no había sugerido. Secuestrar. Podía jurar que no era tan listo como para engañar a su tío, amarrarlo y llevarlo hasta su dragón. Incluso podía jurar que Aemond era más hábil como para defenderse de un muchacho con cualquier intención.

No. Lo que ahí pasaba era que todos eran muy ingenuos, o muy estúpidos, como para no darse cuenta las ausencias simultáneas de los príncipes. Se creían que eran inteligentes escondiendo su afecto bajo el desprecio que mostraban frente a la familia. Jacaerys sabía lo que se traían entre manos, y a pesar de que amaba profundamente a su hermano, jamás le perdonaría que ensombreciera su celebración con su huida de la capital.

No había pasado ni una hora cuando Ser Criston Cole se acercó a la reina. Tenía el tabique de la nariz grotescamente desviado y el centro de su rostro comenzaba a ponerse morado. Bastaron unas palabras para hacer que la reina perdiera la compostura, se levantara con violencia de su asiento y señalara a Rhaenyra antes de gritar.

–¡Tus hijos no se cansan de tomar lo que no les pertenece!– Alicent tenía la mirada desencajada, su larga cabellera roja pareció crisparse y era una visión tanto aterradora como lastimera.–Que los dioses se apiaden de mi hijo, mi querido Aemond, bajo las manos de tu pequeño bastardo.

–¿De qué hablas, Alicent?– sus padres, Laenor y Rhaenyra, quisieron rodearla pero la reina se los impidió. –¡Alicent!

La Princesa Heredera sacudió por los hombros a la mujer. Aegon lo miró asustado. Jacaerys quería decirle que todo estaría bien, quería confortarlo y hacerlo sentir seguro. Pero ni él mismo se sentía a salvo de la ira de la Reina y hacia quién se enfocaría. Sus manos temblaban y se sentía como un niño al que acababan de descubrir con las manos en la masa. Y ni siquiera era el autor de la travesura.

Dioses, nunca serían capaces de tener un día medianamente tranquilo en la Fortaleza. Jacaerys era el hermano mayor pero ese día solo quería ser el prometido de Aegon. ¿Porqué debía saber qué hacer? Sus instintos gritaban por montar su dragón y surcar los cielos en busca de su hermanito, llevarlo de regreso a casa, tener una charla bastante violenta y luego arrastrarlo frente a madre y observar en silencio su reprimenda.

No obstante, ya no eran niños haciendo travesuras de las que podían reírse más tarde mientras comían tartas de limón robadas de las cocinas, en medio de la oscuridad de sus habitaciones. Jace estaba cumpliendo con su deber, estaba creciendo. Aegon formaba parte de su vida ahora y no podía dejarlo todo siempre que Lucerys metiera la pata y necesitara que alguien limpiara el desastre. Le dolía. No es que dejaran de ser hermanos pero tarde o temprano llegaría el momento de separarse, de afrontar las consecuencias de sus decisiones por sí mismos. Solos y alejados.

Si Lucerys actuó por cuenta propia, de la misma forma debía afrontar sus consecuencias. No quería ser el hermano cruel, pero también sabía que no siempre estaría para ayudarlo por más que quisiera. Ya no eran niños, ya no podían dejar que otros decidieran por ellos. Luke era un alfa, además así como él, sabía que sus tíos no vivían en las mejores condiciones.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora