Introducción

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¿Qué pasa cuando te ponen enfrente al amor de tu vida en la niñez? Yo tengo la respuesta, y es: nada. No pasa absolutamente nada.

Porque cuando eres un niño no reconoces lo que tienes enfrente, sientes el cosquilleo en la garganta, el estómago revuelto, y el ligero vértigo en la cabeza, pero la inmadurez no te permite saber qué hacer con tanto.

Es por eso que cuando conocí a Helena, supe que la quería cerca, dentro de mi piel y, al mismo tiempo, lo más alejada posible, donde no pudiera revolverme las entrañas con una sola mirada.

Y no fue hasta demasiado tarde cuando me di cuenta de que era ella, ¿de qué sirve enterarse ya que la historia ha terminado? Ya que sólo puedes verla en los recuerdos, a la distancia, y en los sueños.

Pero la vida no va por un sólo sendero. Va, gira, se retorna y se desvía, y hoy la veo ahí, de pie, a pocos metros de mí, en el mismo lugar que nos vió crecer, ¿es un sueño o la última oportunidad?

Observa el marco colgado, con la foto gastada de unos chiquillos alrededor de una mesa. Lleva el rostro desencajado, la mirada ausente, medio rota, medio entera. Tan diferente a la pequeña traviesa que hace veinticinco años puso mi mundo de cabeza.

Su mirada está dirigida a la fotografía, pero sus pupilas no. Esas estaban perdidas en su mente, quizá pensando, quizá recordando cada camino que ha tomado, que hemos tomado. Pero que ahora, llámalo destino, magia o coincidencia, han decidido nuevamente juntarse.



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