Parte 20

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Me sorprendo un poco cuando atravieso la puerta principal y veo una cama de hospital en la sala. El corazón se me cae a los pies con un ruido sordo que solo yo puedo escuchar. Cuando veo que mi padre está sentado en su viejo sillón verde reclinable con la pierna en alto sobre una almohada me siento bastante aliviado, pero todavía confuso.

La escayola no cubre la parte inferior de su pierna como esperaba, sino que sube hasta la cadera. Mi padre se ha roto el fémur y nadie me lo ha dicho.

«¡Malditos sean todos!».

Dejo mis pertenencias en el suelo y me acerco hasta detenerme frente a él con los brazos en jarras, armado con justa indignación.

—¿No podías haberme llamado para decírmelo? ¿Por qué has dejado que me entere por Samy?

Puedo ver en sus ojos color avellana que no está por la labor. Ese deseo de evitar cualquier enfrentamiento es lo que hizo que mi madre saliera en busca de pastos más verdes y fuertes. Y más sabrosos. Y más ricos. En general, cualquiera que fuera distinto al que tenía allí. ¡Vaca asquerosa! Algunas veces, insultarla para mis adentros es lo único que evita que la odie.

—Mi pequeño ladronzuelo — comienza usando el apodo cariñoso de mi infancia, el que siempre me ha convertido en masilla en sus manos—. Sabes que jamás te mantendría alejado a menos que estuviera seguro de que es lo más conveniente para ti. Acabas de comenzar a trabajar en un sitio nuevo y, si a eso añadimos tus clases en la universidad y que estás viviendo con tu prima, entenderás que no quisiera molestarte. Intenta verlo desde mi punto de vista —termina con voz suave.

Resulta imposible seguir enfadado con él cuando hace eso, aunque admito que resulta muy frustrante. Me arrodillo junto al sillón.

—Papá, deberías haberme llamado.

—Gulf, no podías hacer nada, solo te hubieras preocupado. Y ahora vas a faltar al trabajo por mi culpa.

—Tampoco es para tanto. Samy me ha dicho que hay varias ovejas a punto de parir. Esperaré a que ocurra y luego regresaré al trabajo.

Él cierra los ojos y recuesta la cabeza en el respaldo antes de menearla con desesperación. No dice nada durante unos segundos, dando por terminada de manera muy eficaz aquella conversación. Ese es otro de sus frustrantes hábitos. No decir nada; dejar de hablar, de dar su opinión… No hacer nada.

Noto algunas canas en sus sienes que no vi la última vez que estuve en casa, y me da la impresión de que las líneas que rodean sus labios son más profundas. Hoy representa cada uno de sus cuarenta y seis años. La vida, dura y decepcionante, ha cobrado su precio y ahora se muestran las consecuencias.

—¿Cómo puedo ayudarte, papá? Ya que estoy aquí, bien puedes decírmelo. ¿Tienes los libros al día?

Él no me mira, pero responde.

—Los libros están actualizados. Jolene me ha ayudado con ellos entre tus visitas.

Aprieto los dientes. Jolene se considera contable aunque no lo sea ni de cerca. Estoy seguro de que habrá hecho un desaguisado con los asientos contables. Suspiro para mis adentros y me limito a cambiar de tema.

—¿Y en la casa? ¿No necesitas que haga algo aquí?

Por fin, levanta la cabeza y me mira. En sus ojos brilla una chispa de humor.

—Soy un hombre hecho y derecho, Gulf. Sé como apañármelas sin que mi hijo me ayude.

Pongo los ojos en blanco.

—Eso ya lo sé, papá, pero no me refiero a eso y lo sabes.

Él se inclina hacia mí y coge entre los dedos un mechón de pelo. Tira con fuerza igual que solía hacerlo cuando era pequeño.

Gulf's DecisionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora