29. Soluciones imperfectas

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Geb

El teléfono ya había vibrado unas cuantas veces en mi bolsillo en lo que intentaba concentrarme en la clase de historia medieval. Elegí esta carrera porque estaba en la misma facultad que Alana y se supone que mi misión era acercarme a ella, pero de entre todas las carreras, supuse que estudiar Historia se me haría más fácil al vivir en distintas épocas y comprender cosas que los demás no.

Pero estaba equivocado. Mi vida como Genio me limitaba a estar pocas veces despierto y casi siempre encerrado, como lo había hecho Vincent Parker. Había largos periodos de tiempo que no conocía, por lo que estudiar era necesario a pesar de mi propia historia.

Y aunque tenía la magia de mi lado y podría solucionar esto con solo desearlo, no era lo que realmente quería.

Necesitaba vivir; experimentar ese sufrimiento que mis compañeros mostraban al angustiarse previo a un examen, sobrellevar la ansiedad de no tener todas las respuestas correctas, percibir el compañerismo que te daban esos momentos de estrés, en el que, entre todos, lográbamos engañar al profesor y copiarnos unos a otros.

Estaba mal, pero la vida es así. De cosas buenas y malas, correctas e incorrectas, de alegría y tristeza.

Y yo quería vivir... vivirlo todo.

Pero el hecho que mi celular estuviese vibrando insistentemente con un nuevo mensaje de Alana cada 15 minutos, estaba haciendo muy difícil que pudiese prestar atención a la clase.

—Hey... —susurró mi compañero de al lado—. ¡Apaga eso!

—Lo siento —dije en voz baja.

Saqué el celular y respondí con un breve mensaje diciéndole que estaba bien, que estaba en clases. Respondió con un rápido emoji de sonrisa y volví la vista a la profesora que continuaba sin percatarse de nada. 15 minutos después, un nuevo mensaje entrante hacía vibrar mi teléfono. Mi compañero puso los ojos en blanco y bufó con malestar. Respondí el nuevo mensaje de Alana y le pedí que no me escribiera más.

Me devolvió un emoji de lágrima.

Alana era intensa en sus reacciones, la conocía a la perfección en ese aspecto, pero cuando volvimos a reencontrarnos dos años después, esa impulsividad que la caracterizaba había bajado un poco, estaba más madura, más consciente de que sus acciones provocaban reacciones y por eso se contenía.

Pero desde que nos enteramos de este destino que se cernía como una sombra sobre mis pensamientos, parecía obsesionada con la idea de protegerme, hasta el punto de escribirme todo el día cada 15 minutos.

Después de una semana empezaba a sentirse agobiante.

Al terminar la clase, decidí ir a verla a su salón antes de ir a la siguiente. Estábamos cerca, por lo que no perdería mucho tiempo. Solo necesitaba hablar unos momentos y que entendiera que todo estaba bien, que no necesitaba escribirme porque eso también le estaba haciendo daño a ella.

Llegué justo cuando la puerta de su salón se abrió, y los estudiantes empezaron a salir, hablando y riendo entre ellos. Me quedé a un lado de la puerta, esperando a Alana y saludando a algunos que ya me conocían al venir tan seguido por aquí, o quizás por el equipo de futbol.

El nerviosismo hizo nudos en mi estómago al ver que el salón se vaciaba y no había rastro de Alana. Miré hacia el interior, solo quedaban dos chicos conversando mientras terminaban de guardar sus cosas en las mochilas, y una chica hablando con el profesor.

¿Dónde estaba Alana?

—Hey... —Detuve a una de las últimas chicas que salían del salón, tomándola por el brazo—. ¿Has visto a Alana?

[#2] El deseo de un recuerdo©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora