La tormenta que azotaba a Rusia parecía una manifestación del dolor y la agitación que dominaban los corazones de su pueblo. Los cielos oscuros, iluminados intermitentemente por relámpagos, reflejaban la tristeza que se extendía como una sombra sobre la nación. La nieve, en lugar de ser un manto de pureza, se convirtió en un recordatorio implacable de la fragilidad de la vida humana y la abrupta interrupción de la realeza.
La noticia del asesinato de los reyes cortó como un cuchillo afilado a través del corazón de la nación. En un instante, la certeza y la estabilidad que habían brindado durante años fueron arrancadas de raíz, dejando atrás un abismo de dolor y confusión. La incertidumbre del futuro se sumó al peso de la pérdida, creando una amalgama de emociones que amenazaban con abrumar a todos.
Elizabeth Levedet, la heredera al trono, se convirtió en un faro de esperanza en medio de la oscuridad. Su historia era un contraste cautivador de fortaleza y vulnerabilidad. Si bien su dedicación a actos de beneficencia y su destreza en momentos de crisis le habían ganado el afecto de muchos, su propensión a escapar de responsabilidades y a enfrentar momentos difíciles con huida la había hecho objeto de críticas y desconfianza.
El día del entierro, las calles se llenaron de un silencio sepulcral, interrumpido solo por el susurro del viento y el crujir de la nieve bajo los pies. Trajes negros se mezclaban con lágrimas silenciosas, y las expresiones de dolor en los rostros de los habitantes hablaban más fuerte que cualquier palabra. Era como si todos compartieran una conexión invisible, un lazo de duelo que trascendía las diferencias y las tensiones.
La tardanza de Elizabeth en aparecer aumentó la ansiedad en el aire. Cuando finalmente emergió, su apariencia destrozada fue una visión desgarradora. Sus ojos enrojecidos eran ventanas a su angustia interna, mientras que su paso lento y vacilante parecía simbolizar la pesadez de su carga emocional. Dimitri, su mano derecha, fue su apoyo silencioso, una presencia constante en un momento de desmoronamiento.
La procesión fúnebre avanzó con solemnidad, y el ruido de los cascos de los caballos y el crujido de la nieve eran como un lamento que atravesaba el aire. Los ataúdes, unidos por lazos dorados, representaban la unión que habían compartido los reyes durante años. Elizabeth permaneció en silencio, su mirada fija en la nada, como si estuviera lidiando con un mundo de emociones insondables.
A medida que los ataúdes eran colocados en su lugar final, el último adiós parecía llenar el aire. El cielo se oscureció aún más, como si incluso la naturaleza estuviera de luto por la pérdida de estos líderes amados. Las lágrimas no eran suficientes para expresar el dolor que embargaba a la nación, y las palabras parecían inadecuadas para describir la magnitud de la tristeza compartida.
La hija, Elizabeth, con un gesto lleno de solemnidad, levantó su mano en el aire, indicando que era el momento de que los ataúdes emprendieran su último recorrido. Como si respondieran a un comando invisible, los caballos comenzaron a moverse en un galope suave y compás, como un adiós que se desplegaba en cada latido de sus cascos.
Los ojos de Elizabeth, enrojecidos por las lágrimas no derramadas, se mantuvieron fijos en los ataúdes mientras se alejaban gradualmente de la multitud. Su mandíbula apretada, su rostro impasible, pero su respiración desigual, eran evidencia de la intensidad de sus emociones. Aquel era un momento de despedida que trascendía las palabras, una conexión silenciosa entre una hija y sus padres caídos.
A medida que los ataúdes y los caballos se alejaban, dejando atrás el mar de personas vestidas de negro, dos rosas blancas fueron arrojadas al suelo con un gesto suave. Las rosas, puras y frágiles, parecían un tributo final a la paz y la esperanza que los reyes habían representado. A medida que tocaban el suelo, el silencio en el aire era profundo y abrumador, como si todo el universo se inclinara para honrar la memoria de los monarcas caídos.
Los pétalos de las rosas se posaron en la nieve, creando un contraste impactante entre el blanco inmaculado y la profunda tristeza. Aquel acto sencillo pero significativo dejó una marca en el corazón de todos los presentes. Las rosas representaban no solo el final de una era, sino también el inicio de una nueva, guiada por la joven Elizabeth, cuyo dolor y determinación se entrelazaban en su mirada mientras observaba la distancia que se abría entre ella y los ataúdes.
Y así, mientras las rosas descansaban en el suelo y los caballos continuaban su marcha, un sentimiento de respeto y admiración llenó el aire. Era un tributo a la realeza que había partido, pero también una promesa de que su legado y su memoria vivirían en cada paso que Elizabeth diera como la futura reina. Las rosas blancas en la nieve se convirtieron en un símbolo duradero de la pérdida, la renovación y la esperanza en los corazones de todos los que estuvieron presentes en ese momento trascendental.
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The ascent to the stars|FRANCIS VALOIS
FanfictionElizabeth Ledebev fue una mujer valiente, inteligente y astuta que gobernó la Rusia de los siglos MDXL al XVIII. Era la única hija de los reyes Felipe II y Beatriz de Habsburgo, y fue una de las primeras mujeres en utilizar la debilidad como una arm...