Capítulo 32

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El Olimpo reinaba la tranquilidad, la mayoría de los dioses que se encontraban allí estaba inmersos en sus cosas y no prestaban atención a lo que sucedía en el plano mortal.

Hera, como reina y madre, miraba hacia el horizonte con la esperanza del regreso de su hijo y de su paladina, que hacía siglos que ellos se fueron de aquel lugar.

A pesar de que Hermes fuera mandado a todos los rincones, no los pudo encontrar, ni si quiera Iris, su fiel mensajera.

Nadie echaba en falta al dios de la guerra, dado que siempre fue opacado por la figura de su media-hermana, Atenea, el ojo derecho de Zeus.

Pero una madre siempre echa en falta sus retoños, desde el primero hasta el último.

Los ojos de reina se fijaron en las asquerosas blancas palomas de Afrodita que volaban con tranquilidad y cerca de su diosa. Esa misma diosa que ha desencadenado desastres a lo largo de su existencia, por culpa de su celos y envidias.

Ella la odiaba por todo el daño que había hecho, pero debía mantenerse firme y ser mejor que esa ramera. Ella era la reina y ella no.

Afrodita mimaba más a sus palomas que a sus propios hijos y a su nieta. Ella siempre con sus palomas y luego utilizaba a sus hijos como herramienta para extender su influencia y poder.

En ese instante, donde los ojos de la reina estaba fijados en la bandada de palomas, cuando una de las palomas fue interceptada a gran velocidad por una rapaz.

Una rapaz de pico y garras de oro y de plumaje de plata, había dado muerte a una paloma de nácar.

Afrodita se asustó por un instante, pero los ojos de la reina se abrieron al reconocer aquella rapaz letal.

Hera se movió rápidamente hacia el salón del trono, pero allí se encontró a Hermes muy alterado, hablando con Zeus y Atenea.

—¿Qué sucede?—Preguntó Hera mientras se acercaba ellos.

—Ha entrado un gran ejército enemigo que está devorando cada palmo de tierra por donde pasa—Informó Hermes.

—No será un gran ejército como el de los medos, los griegos pueden hacerle frente—Dijo Zeus.

—No es eso—Tragó saliva Hermes—Están a un día de llegar al Olimpo.

—¿Qué mortal, en su sano juicio, se atrevería tomar el Olimpo?—Preguntó Atenea—Ni siquiera Tifón pudo tomarlo.

Hera se guardó sus palabras, sabía perfectamente quienes venían hacia aquí, pues había reconocido a Ra, lo que significaba que ella no está muy lejos.

—Atenea, ve a defender el Olimpo, tu eres la mejor—Ordenó Zeus.

—Así lo haré.

Atenea tomó su lanza y escudo, y partió hacia donde estaba el enemigo. Recorrió los pasillos del palacio hasta llegar al exterior de sus puerta y bajó hacia la base del Olimpo.

En ese momento escuchó el sonido de una marcha que de dirigía hacia donde estaba ella. Apretó con fuerza su lanza y escudo, se posicionó para atacar y esperó el momento para lanzarse sobre ellos.

Pero hubo algo que sintió en su ser, una energía familiar... ella no confiaba en sus instintos, ella se guiaba por la razón, pero dudaba...

Sus ojos divisaron el mar carmesí que se acercaba a buen paso hacia donde estaba ella, pero delante de sus tropas distinguió cinco figuras que avanzaban de forma segura.

Y que estas cinco figuras se pararon delante de Atenea, dejando un gran espacio de separación entre ambos.

Era dos hombres y tres mujeres, que desprendía un aura de poder y fiereza.

Esposa de la Guerra IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora