CAPÍTULO XXXI.

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Aprieto los párpados con fuerza y respiro profundamente, distinguiendo la fría brisa acariciar cara poro de mi piel, estremeciéndola. El frescor de la húmeda arena se interpone entre los dedos de mis pies, instigándome a moverlos con cierta inquietud para cerciorarme de la situación.

Abro los ojos, deslumbrando la agitada marea que se niega a cubrirse por el suave manto que trata de generar la ligera nevada; el cielo está tan gris y tormentoso que da la impresión que se echará sobre la isla en cualquier momento.

Suspiro.

—¿Estás segura de esto, Mavis?

La voz de Campanilla me despierta del ensimismamiento, advirtiéndome del cómo mi cuerpo se mantiene palidecido frente a las conocidas aguas que se hallan frente a mí; no dudes, Mavis.

—Lo estoy —afirmo, desnudándome de la capa que me cubre vagamente de la frívola temperatura; nunca hubiese imaginado que la isla pudiese presenciar la llegada de un invierno tan inaudito y escalofriante. Había olvidado qué era sentir el frío adentrándose en lo más profundo de mi ser.

—No estoy dispuesta a construirte un ataúd si no sales de ahí, sé consciente de ello —reprocha el hada, incitándome a desprenderme de una sutil risilla que no pasa inadvertida; Campanilla puede ser una criatura nefastamente negativa si se lo propone.

Ladeo la cabeza con cierta ligereza.

—Lo sé.

Ella me observa con detenimiento, aguardando —supongo— que recule mis pasos y me plantee con mayor coherencia el acto tan insensato que estoy tan dispuesta a cometer, mas está concienciada de que no voy a hacerlo; no puedo. No quiero. Mi mente está tan sumamente centrada en recuperar a Peter y a Los Perdidos que no me permito incorporar cualquier otro tipo de pensamiento nuevo; anhelo verlos de nuevo, aunque sea lo último que haga.

Distingo el ligero berrido que expresa, acariciando mis oídos.

—Me pregunto qué debe poseer Peter para que todos los Darling seáis tan insensatos cuando se trata de él —mofa, tratando de apaciguar sus inquietudes; no puedo evitar simular una risilla y encogerme modestamente de hombros. Puestos a meditar sobre ello, tiene razón.

—Vendrá de familia, supongo —declaro, ojeándola por encima del hombro; Campanilla mantiene una expresión acongojada y nerviosa, cuya la instiga a soltar una risilla que trata de mitigar su actitud mientras asiente y suspira.

—Mavis.

—¿Sí?

—No mueras.

Izo livianamente mi comisura y danzo mi atención hacia ella, aproximándome a su minúsculo cuerpecito para besar ligeramente su cabecita.

—Volveré, te lo aseguro —garantizo; ella asiente—. Te cedo todo lo demás.

—Confía, estaremos preparados.

Sonrío.

—No esperaba menos de ti —felicito, alejándome de ella y direccionando mi andar hacia el mar a medida que inspiro hondo y me centro; es ahora o nunca.

Mis desnudos pies caminan hacia los adentros de la marea y percibo como el colgante que prende de mi cuello emerge un pálpito que inquieta las aguas; todo el océano que se presenta ante mí, no retrasa en revolucionarse, estremeciéndome ligeramente. Saben que estoy aquí.

Sin repensármelo un segundo más, me sumerjo a través del maquiavélico oleaje y nado hacia las oscuras profundidades, advirtiendo de mi piel erizarse al presentir las frías y bajas temperaturas. Por un segundo, siento cómo el frío se adentra en mi cuerpo de forma hábil y voraz, introduciéndome una vaga molestia en el pecho que me dificulta continuar nadando hacia los adentros; como si quisiera retener todas mis motrices al penetrar en mis huesos. Gesticulo una mueca disconforme, mas no me detengo y mantengo mi ritmo, advirtiendo paulatinamente del cómo mi ser se amolda ante la adversidad en el instante que un cosquilleo envuelve mis piernas y tórax, adormeciéndome los movimientos y hundiéndome.

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