EPÍLOGO.

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La gente que le rodeaba para escuchar su repetida historia reía a carcajada limpia, sin creerse, bajo ningún modo, aquello que su boca relataba con la seriedad y el recelo de la propia ira sucumbiéndole. Mas él sabía que no mentía. No lo hacía. Todo lo que había vivido en aquella aborrecible isla, y todo lo que había hecho para sobrevivir hasta lograr llegar hasta Tortuga, era cierto.

Mas qué podía esperarse de unos bucaneros que únicamente sobrevivían a base de ron y mujeres. De piratas que aguardaban pacientemente bienaventuradas dichas sin salir a alta mar, aun cuando afirmaban no creer en las monstruosas criaturas que se resguardan bajo las profundas y frívolas aguas.

¿Qué podía esperarse?

Y, aun así —con la paciencia y la bebida como únicas compañeras para menguar la soledad—, esperaba pacientemente a quien se atreviese a dar un golpe de fe a sus historias; pues la venganza que su mente aguardaba no podía contemplarse con un solo hombre. Necesitaba una tripulación, el barco ya se encontraba bajo su mando; no podía irse con las manos vacías —a fin de cuentas— y el tesoro de Isla Calavera gritaba por ser acogido a como diese lugar; una retribución que estaba dispuesta a ofrecerle una vía de escape rápida. Por encima de todo, cuando ni él mismo podía creerse el que hubiese podido librarse de una muerte segura bajo las garras de las sirenas; había visto sus ojos ensangrentados y percibido su golosa sed de sangre, a medida que trataban de arrastrarlo hacia las profundidades oceánicas. Ni siquiera el zarandeo de su espada pudo ser de ayuda; sin embargo, el sacrificar su preciada mano izquierda sí. Su propia sangre tintando las aguas fue la clave para conseguir huir de ellas y nadar hacia la orilla de la cueva, donde atisbó el único bote decente para navegar y salir de aquel aberrante trozo de tierra. Habían transcurrido meses hasta que alcanzó Tortuga y utilizado un pequeñísimo porcentaje para adentrarse en ella y, aun así, a día de hoy, podía oír los agudizados chilidos introduciéndose en sus tímpanos y despertando el terror en su cuerpo cuando removía sus recuerdos. No, sin duda se vengaría. Les haría pagar por lo que le hicieron. De un modo u otro.

Por ese motivo, no dudó cuando el hombre le ofreció aquel extraño navío anclado en lo más profundo del puerto, cuyas dimensiones eran tan aterradoras como las leyendas que lo acompañaban. Nadie poseía la osadía suficiente para acercársele; pues se decía que portaba consigo una maldición.

Si bien, él no necesitó pensárselo en demasía para saber que aquel grandioso barco se convertiría en su amante fiel para realizar su cometido; únicamente le bastó leer su nombre en la popa para estar seguro de ello: La venganza de Santa Anna.

Fue perfecto. Simplemente perfecto.

—¿Eres tú el muchacho que siempre habla sobre la legendaria isla eterna?

La voz del hombre encapuchado le incitó a danzar su oscura mirada hacia él.

—¿Quién pregunta? —interpeló, tratando de descubrir su identidad, mas la oscuridad que precedía en Tortuga al caer la noche, era irremediable.

Aburrido, al no obtener respuesta, decidió irse; si bien, la súbita risilla del hombre detuvo sus precipitadas pretensiones, instigándole a ojearle al percibir su cercanía, a medida que le entregaba una caja:

—Una vez, conocí a un hombre que aseguraba lo mismo que tú; que existía una isla donde incluso la muerte tenía prohibido el libre albedrío y que sólo ejercía su poder cuando el rey de aquellas tierras lo decretaba. De igual modo, garantizaba que allí resguardaba un gran tesoro que podía hacerte aún más rico que al dueño del barco maldito —explicó sin izar la mirada; sin embargo, bajo la tenue llama del candelabro, pudo advertir con sutileza el imperceptible gorro rojo que vestía, junto al ligero destello que sus redondas y pequeñas gafas emitían.

No podía asegurar que conocía a aquel hombre, mas sí que le resultaba familiar.

Frunció el ceño y ladeó la cabeza con incredulidad.

—¿Qué le ocurrió a aquel hombre?

El silencio del señor, permitió agraciarle con la ligera y maquiavélica sonrisilla que se le formó con disimulo en sus resecos labios.

—Le faltó convertirse en el monstruo que le derrotó —afirmó, entregándole finalmente la aterciopelada y rectangular caja—. Esto que te entrego, le perteneció en su día —dijo, desviando efímeramente su atención hacia el brazo despojado de su mano izquierda—. De seguro podrá serte útil en tu largo y próspero viaje.

Antes de que pudiese replantearse el si aceptar o no el obsequio, aquel hombre se esfumó sin dejar rastro, desamparándole a una profunda curiosidad que le alentó a abrir cuidadosamente aquella caja hasta que su mirada pudo atisbar el interior.

Fue en ese entonces, que percibió como un brillo maquiavélico emergía de sus ojos hasta descender a sus labios, formando una sonrisa que podía atemorizar, incluso, al pirata más vil y cruel de los siete mares, al distinguir el majestuoso garfio de oro blanco frente a él, aguardando ser vestido nuevamente...

...hasta más ver.

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