Desde niña, he adorado las historias que mi madre me contaba antes de irme a dormir; leyendas y relatos acerca de mundos lejanos y criaturas mágicas habitando en ellos. Sin embargo, de toda aquella variedad de cuentos, siempre tuve un favorito que había logrado marcar mi infancia en todo su esplendor. Un cuento sin título. Una historia cuya —según mi madre— se basaba en un hecho real vivido por su abuela. Una leyenda que te llevaba a un país muy lejano a este mundo. Un país hecho isla donde habitaba toda clase de criaturas mágicas; desde hadas hasta sirenas. Desde piratas hasta indios. Un lugar donde, con el simple hecho de tener fe e imaginación, podías —incluso— volar a través de un cielo repleto de brillantes estrellas con dos lunas crecientes.
Yo me quedaba embelesada con sus narraciones, retratadas con cautela y sin algún detalle absuelto, consiguiendo que en mis sueños visualizase dicho lugar con total perfección.
Pero los cuentos, cuentos son. Y a medida que crecemos, la imaginación y la magia pierden su encanto; la realidad es demasiado frustrante y tan chocante que nos logra golpear de manera cruel y súbita, despojándonos de la verdadera felicidad. Aunque algo así nunca llegó a frenar a mi madre quien, pese a ser una adulta hecha y derecha —y haber conocido la verdadera cara de la madurez—, mantenía su fe y su creencia en la magia con sumo orgullo, reafirmando que ésta existe y que no se debe darle la espalda para mantenerla así con vida.
Valores que mi desconocida bisabuela aprendió a través de aquel viaje misterioso. De aquella persona misteriosa. Y cuyos dichosos había decidido transmitir a su, para entonces, nieta.
Pasaron años desde aquellos momentos tan maravillosos, aquellos extraordinarios viajes de medianoche. Ahora, a mis dieciocho años, tenía como única preocupación el examen de admisión a la universidad, el cual me mantenía con los pies firmemente puestos sobre el suelo y con la cabeza alejada de toda magia con la que había crecido alegremente. Mi futuro estaba a punto de determinarse por una nota y el distraerme con chiquilladas y cuentos de hadas no entraban en mis planes. Debía prepararme para hacerme paso a un cruel mundo donde el trabajo y el dinero lo movían todo, dejando atrás mi niña interior y enfocándome en mis objetivos; una independencia y un pase hacia la universidad. Era mi momento de crecer, aunque eso significase abandonar y desprenderme de mi deseo más vívido; el descubrir cómo vivir podría llegar a ser una gran aventura.
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WANDERLOST
FantasyNo existe peor sensación que ser despojada de tu niñez y ser consciente de que un examen de admisión a la universidad decretará tu nueva vida como adulta, y más cuando has sido criada con una madre que nunca ha perdido su oportunidad para transporta...