CAPÍTULO XXV.

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Ignoro cuántos días llevo encerrada en mi cabaña; la imagen de papá en la guerra me ha desanimado de mala forma y he prescindido de salir de mi alcoba, incluso de encontrarme con Peter, quien se ha ofrecido para hablar conmigo en alguna ocasión. Una ironía que me causa gracia dada su característica forma de ser.

Rufio y los demás también han intentado animarme, apareciéndose cada amanecer bajo el árbol y explicándome el avance que han tenido entrenando gracias a mis consejos, mas también rogándome que me una a ellos. Sin embargo, no recibieron en ningún momento alguna respuesta por mi parte, causando que —finalmente— prescindieran de volver cuando Félix les dio un toque de atención.

Las palabras de Powhatan se han clavado en mí con furor; ignoro si realmente he logrado entender sus pretensiones, mas soy consciente de que el recuerdo de papá me arrastra; el ver aquella visión, el descubrir cómo realmente murió. Siempre fue una curiosidad para mí, pues mi niña interior nunca llegó a comprender por qué en vez de volver él a casa, se presentaron dos hombres en uniforme entregando con total pulcro el suyo (o lo que quedaba de él). Recuerdo a mamá desmoronarse en el umbral, gritando continuamente la negación de la realidad que nos había tocado, mas, cuando llegó el día del entierro, no dudó en sonreír a todo aquel que le ofrecía un vacío pésame por su pérdida. Nunca entendí por qué los adultos hacían eso. Hoy en día, sigo sin encontrar la coherencia; el dolor que emerge de un funeral no suele ser debido a la pérdida, si no a la autoculpa por no haber significado lo suficiente en vida para la persona. Hipócritas, fue lo único que pensé al atisbar las lágrimas de los presentes, quienes se apenaban de nosotras, porque —claramente—, qué iba a hacer una mujer viuda sin su marido para criar a una niña de diez años, aunque dicha nombrada lo hubiese hecho toda la ausencia de su esposo cuando él iba a la guerra y fuese una banquera de alta categoría.

Rememorar aquel día sólo lograba producirme profundas arcadas; mamá siempre estuvo luchando por mí, enseñándome todos los valores morales y éticos que mi padre aguardaba en su educación mediante los combates y entrenamientos. Jamás me faltó nada por parte de ambos, pues siempre que los veía juntos, ensoñaba con crecer, convertirme en adulta y conseguir una conexión única, como la de ellos.

Maldita sea, pienso al rememorar sus últimas palabras en mi visión. Incluso en ese instante, aunque el miedo pudiese con él, tenía que pensar en nosotras.

Basta.

Respiro profundamente; ya he estado triste por suficientes días y era hora de espabilar. Apenarme no iba a devolvérmelo y yo debía prepararme para hallar una solución a todo lo que está ocurriendo en la isla y volver con mamá.

Me estiro y me alzo de la cama; la mañana se ha esfumado como la primera brisa primaveral que emerge antes del cambio estacional y los avivados colores rojizos y anaranjados surcan por los cielos, desprendiendo una luminosidad armoniosa. Me incorporo y me encamino lentamente hacia la puerta, encontrando a mis pies el bol de agua diario junto a las hojas de menta. No puedo evitar sonreír; desde el día uno que aparecí en Nunca Jamás y dormí aquí, cada mañana me he despertado y me he encontrado con uno de éstos en los pies de mi puerta.

¿Quién demonios lo ha estado haciendo?

Bostezo y lo recojo del suelo, adentrándome en la cabaña y colocándolo sobre el tocador, disponiéndome a asearme; frunzo el ceño cuando percibo que en una de las hojas de menta hay algo escrito: Cuando las lunas retornen a su forma original, me hallarás aguardando tu presencia en el Árbol del Ahorcado. Inspiro con suma profundidad antes de que mis pestañas revolotean ágilmente, cediendo a mi mente a asumir las palabras. Entonces... En ese momento, un melódico tintineo se exhibe a mis espaldas, desviándome de mis pensamientos:

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