CAPÍTULO XI.

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Camino entre la variada vegetación, envuelta en mis pensamientos; percibo un extraño sentimiento de añoranza invadiéndome desde el encuentro con el jefe de los nativos e ignoro por qué.

—Estás demasiado callada —La voz de Peter acapara mis oídos; mantiene el ritmo de mis pasos, mas decido no responderle—. Mavis.

—Apártate.

Me niego a izar la mirada hacia él y recobro mis andares hacia el campamento, mas él retoma la obstrucción de mi paso al aparecerse frente a mí; ruedo los ojos.

—¿Qué ocurre? —pregunta, buscando insistentemente mis ojos; aprieto mis labios, adueñándome de mi silencio al adelantarme—. Mavis.

—Volvamos al campamento.

—Primero dime qué ocurre.

Su agarre me detiene; respiro profundamente y giro en mis talones para encararle de forma desafiante. Peter me inspecciona con curiosidad y desconcierto; me zafo de su sujeción y doy un paso al frente.

—Me mentiste —exclamo, empujándole—. Me ocultaste la verdadera razón por la cual los nativos te odian; ¡mentiroso!

Vuelvo a empujarle, obligándolo a recular en sus pasos; percibo mi cuerpo temblar de ira debido al asombro que me proporciona su actitud para actuar. Deseo gritarle hasta la saciedad, además de golpearle.

Peter me observa atónito y respira profundamente, endureciendo su mandíbula en un intento por no perder la compostura.

—Mavis, debes escucharme.

No, me niego.

—No, no quiero escucharte; me mentiste y, además, les has amenazado.

—¡Hubiésemos muerto de no ser así! ¿No lo comprendes?

Su vociferada réplica me alienta a empujarle nuevamente; sin percibirlo, mis ojos se desprenden de las lágrimas. Mi cabeza retumba y mi pecho se aflige.

—¡No! ¡No comprendo tu necesidad por arrebatarle la vida a alguien!

—¡Era necesario!

Una risilla irónica se escapa de entre mis labios.

—Para ti, todas tus acciones son necesarias.

—Mavis.

—No quiero esto —sollozo entre lágrimas—. No quiero vivir en esta isla y ser testigo de cómo arrebatas vidas.

Peter se palidece, mas mi comentario parece enervarle.

—¿Justificas sus acciones? ¡No cumplió con su deber!

No puedo más.

—¡Mataste a su hija, Peter! —espeto—. ¿Tienes algún ápice de idea de cómo se siente cuando te arrebatan a alguien a quien amas?

Su mandíbula se endurece cuando su cuerpo se tensa y su silencio se proclama; sus verdes ojos se oscurecen y se desvían efímeramente de los míos. Seco la humedad de mis mejillas y respiro profundamente, tratando de apaciguarme, mas la súbita sujeción de mi brazo me desconcierta.

—Ven conmigo.

Frunzo el ceño cuando me atrae hacia su cuerpo; ¿qué?

—¿A dónde?

Él no dice nada y posa sus ojos sobre mí.

—Únicamente, ven conmigo.

Sin esperar respuesta, nos alza hacia los cielos de Nunca Jamás.

Peter vuela a toda velocidad, retornándonos rápidamente al campamento y hallando a Los Perdidos jugando y riendo; descendemos y me deja delicadamente sobre la tierra, apurándose en separarse de mí antes de vociferar.

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