CAPÍTULO I.

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Aprieto los párpados con fuerza debido al irritante sonido de la alarma, cuya se adentra maquiavélicamente hasta la profundidad de mis oídos. Mis pestañas revolotean, otorgándome la sencilla oportunidad de espabilarme y asimilar que ya es de día. Me incorporo lentamente de la cama y siento el cómo mi cabeza bombea con fuerza; tengo la viva sensación de que, en cualquier momento, mis sienes van a explotar. Joder, pienso. La reiterada impresión de haber viajado a velocidad extrema revuelve mi estómago, obligándome a correr hacia el baño y vomitar en su pica. El agua salada desgarra amargamente mi paladar y me adolora la garganta. Escupo y dejo escapar un jadeo quejoso a medida que abro el grifo y me cepillo los dientes, deshaciéndome de todo el salado sabor y proporcionándole al mentolado aroma que refresque mi boca. Termino de asearme y salgo, dispuesta a vestirme con cierto disgusto. Me esperaba un despertar más alegre para este último día de clases.

Me encamino hacia el armario y opto por ponerme un jersey de punto, color blanco, ancho y largo junto a unos leggins oscuros y las Converse. Me echo una ojeada en el espejo y peino mi ondulada y alargada cabellera castaña, dejándola caer sobre mi hombro derecho. Una vez lista, respiro profundamente y me dispongo a salir de la habitación para bajar las escaleras, dirigiéndome hacia la cocina.

—Buenos días —saludo, agarrando una tostada untada en mantequilla que se encuentra en uno de los platos servidos.

—Buenos días, cariño ¿cómo has dormido?

Mamá me observa a medida que termina de prepararse el café doble y se dispone a darle un sorbo, sin molestarse en soplar.

—Últimamente no muy bien —respondo con honestidad, examinando con atención la tostada antes de volver a darle otro mordisco.

—Será por el estrés, no dejas de estudiar —replica, tratando de no exponer su total frustración y provocando que no pueda evitar simular una leve sonrisa y rodar los ojos.

—Si no estudio, no conseguiré la beca para ir a la universidad.

Mamá se sienta junto a mí y deja escapar un bufido inaudible de entre sus labios. Sus castaños ojos se posan sobre mi ser con cierta preocupación y siento su tacto rozar mi blanquecina mano. Oh, no, pienso. Otra vez no.

—Cariño, sé que te estás esforzando, pero no te cohíbas de pasártelo bien; no todo son los estudios —insiste.

Aprieto los párpados, obligándome a reprimir mis ganas de poner nuevamente los ojos en blanco y rebatirle, aunque me contengo y cambio de tema rápidamente:

—Oye, mamá, ¿es posible vomitar agua salada? —interpelo con curiosidad. Ella frunce el ceño y permite que sus pestañas revoloteen con agilidad, dándome a entender que la he pillado de improviso.

—¿A qué viene esa pregunta tan rara?

—Simple curiosidad —digo, encogiéndome de hombros—. ¿Pero es posible?

—Cariño, si estás bebiendo agua de mar por algún extraño ritual que te has encontrado por internet con tal de aprobar los exámenes, debería replantearme el darte de baja por una temporada en el instituto.

Oh, por favor, ¿de verdad? No puedo evitar reírme. Me levanto y recojo mi desayuno junto a mis cosas para disponerme a salvar mi mente de sus especulaciones.

—¿Sabes? A veces pienso que nos intercambiamos los papeles, ¿de verdad qué no soy yo la madre aquí? —mofo, simulando una risita que logra indignarla por completo.

—¿Y seguro que tú eres mi hija?

—Por supuesto —soberbio—. Soy una réplica tuya.

Ella ríe y niega con la cabeza, rodando los ojos.

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