CAPÍTULO XXXII.

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El silencio envuelve el océano como un siniestro cántico que parece emanar toda la tensión de la que estamos abastecidos.

Tras mi enfrentamiento con las sirenas del Arrecife y mi acuerdo con ellas, aguardo pacientemente a que el Jolly Roger se aproxime a las costas de Isla Calavera. Todos se mantienen a sus puestos, a la espera de una señal que les indique la revolución que a tanta prisa hemos tenido que generar; inspiro profundamente y reviso todas las flechas de las que puede disponer mi carcaj mientras permito que la fría brisa acaricie sutilmente mi rostro. Hace frío, mas la inquietud no me permite sentirlo.

Ojeo mi traje; confeccionado especialmente por las hadas y las nereidas; semejante al que suelo llevar, mas con capacidades mágicas para que mi transformación bajo las aguas no me deshaga de él. Me siento nerviosa y preocupada; me acechan todo tipo de pensamientos intrusivos acerca de cómo puede finalizar esta batalla. Ansío que ganemos. Ansío recuperar a Peter.

Y lo primordial es hacerlo junto a Los Perdidos que han sobrevivido.

Analizo el frasco que hallé en su momento en el Árbol del Ahorcado, cuyo la misma Telxiepia me ha devuelto tras rescatarme; no he tardado demasiado en entender —después de lo ocurrido en las aguas— qué es aquello que compone su interior. Y pienso utilizarlo, si es necesario.

—Es la hora.

La voz de Campanilla retintinea en mis pensares, instigándome a danzar mis ojos por encima de mi hombro efímeramente antes de retornar la mirada al mar; desde el acantilado puedo atisbar perfectamente lo que ocurre frente a mí con detalle. Sin decir nada, me incorporo del suelo y suspiro; el cuerpo me tiembla, supongo que es debido a lo que es inminente e inevitable. Percibo que este acontecimiento logrará marcarme de por vida.

Miro al frente y distingo al Jolly Roger aproximándose a los territorios del Arrecife, avivándome a respirar profundamente: sí, es la hora.

—¿Le habéis encontrado?

Mi pregunta instiga a que el hada ladee ligeramente la cabeza.

—Zulu lo ha hecho —responde.

Asiento y suspiro, despojándome del inquietante malestar que sucumbía mi ser.

—¿En dónde estaba?

Su risilla acaricia mis oídos.

—Donde no pudiese reflejarse.

Frunzo efímeramente el ceño, mas no demoro en entender a qué se refiere; sonrío.

—Una vela.

—Exactamente.

Afirmo con la cabeza e inspiro hondo; bien, estamos todos.

Un tenue silencio nos envuelve a ambas; desconozco qué tipo de gesto se mantiene en la expresión de Campanilla, mas soy consciente de la inquietud que la envuelve. Inevitablemente, me siento del mismo modo, mas debemos apresurarnos.

—He de irme.

Acoge aire temblorosamente:

—No mueras.

No puedo evitar sonreír ligeramente; parece que esta petición se ha convertido en una de sus favoritas.

Danzo sutilmente mis ojos hacia ella y le agracio con un gesto seguro:

—Todo saldrá bien, volveré con todos ellos.

Ella asiente con cierta inseguridad, mas no me reprocha y se aproxima mediante su revoloteo hacia mí, depositando un suave beso en mi frente:

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