Capítulo 3. Heridas

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Entro al santuario que Irama ha construido para los dioses, el largo pasillo adornado con flores de la pacho blanco y hojas de wembe me transmite paz. El aroma a un palo santo recién encendido hace que mis sentidos se llenen de tranquilidad, hasta que llego al altar principal y lo veo a él de rodillas ante una Vela de naranja y un incienso.

Mi estómago parece recibir a miles de millones de mariposas y mi cuerpo entero se sacude al percatarme que estamos solos en el mismo sitio.

—Juanjo... —digo al momento en que se pone de pie.

Él aprieta sus labios y con dificultad pronuncia mi nombre.

—Josefina... —suspira—. No te preocupes, ya me iba.

Parpadeo con rapidez, y mi cerebro decide que es un buen momento para decir lo que piensa sin pasar por un filtro las ideas.

—Pensé que no eras de los que hablaban con los dioses...

Juanjo se gira al escucharme decir eso. Hace un gesto que es una mezcla entre lo confuso y lo conforme. A pesar de que se ve extremadamente bien, se nota su tristeza y las ojeras me informan de que no la está pasando bien.

—La verdad soy de los que prefiere ofrendar sus batallas, pero... sentí la necesidad de hacerlo, ya sabes, por el alma de nuestros muertos.

—Lo entiendo. —digo y volteo hacia el altar. Veo la foto de Cenit y de Zunú con un par de cigarrillos en frente. —¿Tú los trajiste? —pregunto.

—Sí, es que creí que...

—Acertaste, les encanta, están felices por tu ofrenda.

Vuelvo mi cabeza hacia él, le ofrezco una sonrisa y aprieto mi mandíbula. Hay tantas cosas que quiero decirle  pero aún no es el momento.

—Cuando llegamos al Tapekue —digo—. Itae los recibió.

—¿Eso hizo que Cenit no estuviera triste? —pregunta con una voz casi infantil, cargada de esperanza.

El pecho me aprieta, pero me guardo el sentimiento, no es momento de hacerme heridas por lo evidente.

—Cenit no estaba triste —respondo sonriendo —. Estaba enojada, ¡Por Eirú! Estaba emputada de verdad. Al mismo tiempo, sabía que era su hora, por eso fue, sin chistar.

Juanjo parece aliviado con esa respuesta. Queda pensando, mirando al suelo, analizando la situación tal vez. Respira profundo, y agacha la cabeza. Está a punto de retirarse  cuando decido hablar de nuevo.

—¿Quieres hablarlo? —él queda quiero, sé ve indeciso, y estoy segura que yo acabo de cometer un gran error.

Me duele verlo destrozado, me duele quererlo, pero más me duele tenerlo lejos, no, no tiene sentido, por sobre todo cuando parecía que hacía cosas adrede ante mi, sabiendo que me moría por él.

—No creo que sea buena idea. —responde —. Yo, no sé si esto sea bueno. Espero que me entiendas.

—Está bien, supongo que tienes cosas que cerrar.

Respiro profundo y suelto un suspiro largo, esto me cuesta. Miro de nuevo a Juanjo quien aún está parado en el mismo sitio, parece que quiere decirme algo, pero se va al cabo de unos segundos.

Odio que se comporte así.

Mientras en mi cabeza se crean oraciones de enojo contra él decido que es mejor hacer lo que vine a hacer, Juanjo no es mi prioridad, la verdad es que no debería mi afectarme, pero lo hace.

Llego frente al altar, vuelvo a soltar fuerte el aire que traigo en los pulmones. Me arrodillo ante la grada, sacudo mi ropa, como si fuera que lo necesitara, estiro mi brazo y tomo un cerillo del altar, lo enciendo y llevo la llama a una vela de canela y miel.

—Aguerú ndeve py'aguapy —te traigo a ti, la paz, digo a mi  vela.

E inicio la oración a los dioses.

Una brisa suave comenzó a envolver mi cuerpo, como de costumbre en estos rituales de agradecimiento a los dioses. Con los ojos cerrados solo logro sentir lo que pasa a mi alrededor. Imagino que la llama de mi vela bailotea mientras de mi boca solo salen las palabras que alaban a nuestros dioses.

Siento, como si algo hecho de seda se enredara en mis piernas, y el olor a naranjo y azahares inunda mis fosas nasales. Abro los ojos, solo para darme cuenta que no estoy ante el altar, si no que he viajado al Astral.

La verdad es que a mi nada ya me sorprende. Espero un momento, hasta que la entidad o el dios que me haya traído hasta aquí se haga presente.

El Astral comienza a tomar la apariencia de un cuarto grande, blanco, iluminado, no hay nada, más que mi ser en medio de semejante lugar. Giro para observar con mayor detalle, no hay nada, solo el blanco extremo.

Mi giro termina en un susto y un salto abrupto hacia atrás al ver a mi tía Solei delante de mí. Ella no tiene la apariencia bella y tranquila que tenía antes. Ahora parece furiosa, y tiene un solo ojos ¿Por qué? Una gran cicatriz le recorre toda la mejilla derecha, mismo lado en donde ya no tiene su ojo.

Y aunque esté diferente, su cutis sigue siendo brillante, su cabello se ve sedoso y sus labios se ven carnosos, no tiene la pinta angelical de siempre, sin embargo, se ve bonita, atractiva  y con el semblante cargado de determinación.

—No tengo mucho tiempo Josefina —dice—. Si bien mi alma está a salvo, sigo encerrada, y solo la mano de Orkias podrá liberarme.

—¿Qué puedo hacer por ti, tía?

—Necesito que sepas algo, debes reclamar tu apellido, para que puedas acceder a tus poderes.

—¿El apellido de mi padre? Es que no lo sé, tía, yo solo llegué a averiguar que se llama José...

—Ay, mi niña, ese no es tu padre, aunque te quiso como si lo fuera...

—¿Qué quieres decir?

—Tu madre engañó a José y también encerró su alma, no sé en qué joya, para ser honesta. Si logras encontrarlo y Liberarlo sería genial para él.

—No comprendo, tía.

—Mi amor, lamento decirlo así, sin considerar las consecuencias, pero lo debes saber ya... tu padre es Asturia.

—¿Qué? —pregunto con enojo, rabia e incomprensión —No puede ser... no, no, no... tía

—Lo siento Jose, pero es la verdad... vida, reclama tu apellido en cuanto puedas...

—¿Pero cómo?

—Y dile a Orkias que no me libere hasta que esté con todos mis hijos juntos... lo siento, debo dejarte, Iracema anda por aquí.

Mis ojos se abren, y mi respiración está agitada.

No, no puede ser. Prefiero la muerte antes que ser hija de Asturia.

¿Eso quiere decir que?

—Sí hermanita... —logro escuchar una voz susurrante—. Mierda...

Apago las velas con rapidez, tomo un cuchillo de uno de mis bolsillos, corto la palma de mi mano, tomo una vela y vuelco su cera en mi herida.

Escucho unos pasos hacia mi, volteo a ver que se trata de Gustavo, Toma mi mano y presiona la herida conmigo.

—¿Qué sucede? —me pregunta.

—Iracema quiere pasar hacia aquí... y creo que yo soy su puente... rápido, más cera en mi mano, no podemos dejar que me use para venir aquí.

Gustavo obedece.

Yo aun no logro procesar nada, solo estoy en shock y ahora tratando de evitar ser el puente de ¿Mi hermana?

¡Un día de paz! Es todo lo pido, Ñamandú!

Los Dioses del Panal [Libro 5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora