12. Nadie es santo

1.3K 166 22
                                    

Caminaba sin saber adónde iría. Estaba aprendiendo a disfrutar de la soledad —o mejor dicho, estaba aprendiendo a estar solo. Me había mudado recientemente con un compañero de mi trabajo; él me había dicho que buscaba a alguien con quien compartir la renta y yo buscaba un lugar que dejara de asfixiarme cada vez que cruzara la puerta, así que acepté vivir con él.

No obstante, nuestras personalidades chocaban todo el tiempo y me resultaba agobiante estar a su lado algunas veces, por lo que necesitaba estar a solas también. No era un mal chico, no me caía mal ni nada por el estilo, solo que era demasiado hiperactivo y sincero en algunos aspectos.

Mientras caminaba un poco perdido en mí mismo por las calles de Manhattan, los carteles que señalaban la inauguración de una nueva construcción llamaron mi atención.

Resoplé con tristeza al leer el nombre de los propietarios. Últimamente sentía que la mala suerte estaba de mi lado no tan solo en el amor, sino también en el trabajo.

Había perdido la oportunidad de mi vida, pero no podía echarle la culpa a nadie más que a mí mismo. Me había consumido por la pena de tal manera que había dejado pasar un trabajo soñado. No atendí el teléfono ni revisé el correo electrónico por días. Mierda, si ni siquiera quería salir de casa a pesar de que odiaba estar metido entre esas cuatro paredes. Por eso, para cuando leí que me habían concedido la entrevista, ya había pasado demasiado tiempo.

Me quedé observando el edificio pronto a inaugurar. Debajo de una tela blanca estaba el nuevo cartel con el logo de la empresa. Había pasado meses ideando diseños solo para presentarlos ante ellos, y saber que esa carpeta nunca vería la luz me producía un sentimiento oscuro.

Todo mi esfuerzo, en vano.

Algo dentro de mí me dijo que me quedara y viera. Un pensamiento autodestructivo. Un golpe de realidad que me mostrara dónde podría haber estado si tan solo hubiera atendido el maldito teléfono celular cuando debía.

Dos hombres subidos en sus respectivas escaleras removieron la tela como si se tratara de la caída de un telón y al observar aquel logo sentí como si me cayeran mil piedras encima. No podía creer lo que veían mis ojos. No podía ser posible. No. Algo andaba mal. Muy mal.

El logo era mi diseño.

Saqué una foto y volví corriendo a casa lo más rápido que pude. Entré al estudio que compartía con mi compañero de cuarto, ese que usábamos para trabajar y que de a poco habíamos empezado a decorar con nuestros logros, y busqué en el librero la carpeta que preparé durante meses.

Mis manos temblaban a medida que pasaba las páginas. No podía respirar correctamente. Mi garganta estaba cerrada y mi cabeza no podía dejar de maquinar miles de preguntas.

No... —murmuré cuando encontré mis diseños. Los comparé con la foto en mi celular y confirmé lo que ya era obvio—. No, no, no.

—Jungkook —me llamó mi compañero—, ¿qué pasó?

Ni siquiera había notado su presencia cuando volví. Estaba tan desesperado por encontrar la carpeta y comparar, que todo a mi alrededor se había vuelto borroso.

Estaba parado en el umbral de la puerta. Sus ojos estaban curvados con preocupación y miraba mis manos temblorosas, las cuales oculté tras mi espalda con vergüenza.

—Nada —respondí con un hilo de voz.

Se acercó con desconfianza y le echó un vistazo a la carpeta abierta sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

Tragué saliva.

—Nada —repetí.

Virtus 🛼 | KookminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora