CAPÍTULO 7: Aliadas| Parte I

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Algo inusual era que Alex decidiera pasar tiempo en su casa y no en el Club Inferno o cualquier otro rincón de la ciudad; más raro aún era que se durmiera sobre su cama, ya que solía desvelarse y trasnochar, por ello le parecía increíble estar despertándose con los rayos del sol sobre su rostro, sobre su almohada con aroma a suavizante. Se cacheteó un poco y frotó sus ojos somnolientos con la vista en la ventana. Podía ver las casas del barrio cerrado, siendo Sebastián su vecino de enfrente.

La noche anterior, luego de haber llevado a Ángeles a su casa, la cual quedaba a pocos metros de la suya, había arrastrado sus pies agotados hasta su hogar. Su madre dormitaba sobre la mesa con una botella de vodka a la mitad, hacía tiempo no la visitaba ni pasaban un tiempo. No se atrevía a hablarle hasta encontrar una solución, ¿no era eso lo que hacían los genios, los superdotados? ¿Él era un prodigio o un farsante? Se preguntaba esas cosas al ver sus trofeos de ajedrez y boxeo rodeando la vitrina de fotos familiares. Lo único seguro era que fracasar no era una opción.

De un salto, se levantó de la cama y miró su teléfono. El espanto fue instantáneo en cuanto vio la hora.

—¡¿Once de la mañana?! —gritó y golpeó su cara—. No puede ser, perdí diez horas de mi vida.

Alguien llamó a su puerta y su escándalo se silenció.

—Dormir no es perder —Ada, la madre de Alex, tenía un singular parecido a él, en el cabello negro y la mirada orgullosa—. Es ganar energías.

La mujer ingresó a la habitación portando una sonrisa.

—¿Por qué no me llamaste, mamá? —berreó Alex, buscando sus zapatos bajo la cama.

—Cuando no se tienen ideas claras lo mejor es dormir un buen rato —dijo la mujer—, es algo que no haces a menudo. Estás friendo tus propias neuronas en autoexigencia. Eres igual a tu padre.

—Y tú eres igual a... —Alex comenzó a atar sus zapatos—, a tú, no sé. ¡Dios, es tan tarde!

—No es tarde —insistió Ada—, tu hermano está abajo, vamos a tomar un té los tres.

—¿Héctor? —resopló Alex, y luego entendió que no podía seguir remando contra la corriente. Ninguno de los chicos le había enviado un mensaje, no tenía por qué desesperar.



—¡No puedo creerlo! —Héctor, el hermano de Alex, sonrió y se levantó de sus aposentos en cuanto lo vio llegar a la cocina—. Es mi hermano Alex, creí que se había muerto en un parque de diversiones o algo así.

Alex fingió una risa y le respondió.

—Eso pasó hace un montón de tiempo, y me ascendieron igual.

—De nada sirvió —replicó Héctor, sonriente—, la Sociedad Centinela ya no existe.

—No peleen —Ada sirvió té a cada uno de sus hijos y se sentó—. Alex, ¿qué has estado haciendo? Hace semanas no vienes por aquí, tampoco te independizas, ni tienes novia. ¿Qué estás haciendo con tu vida? Soy tu madre y tengo derecho a saber.

—Nunca tendré novia —Alex sorbió su taza—. Por lo otro, ya te dije que estamos entrenando junto a Alma, la Orden nos tiene vigilados, soy un preso con libertad condicional.

—No debiste meterte en lo que no podías manejar —dijo Héctor, con la mirada fulminante.

Y su madre agregó:

—Por obsesionarse con problemas más grandes que su propia capacidad es que tu padre terminó secuestrado —murmuró Ada—, siempre le dije que se detuviera. Nunca escuchaba. Esos malditos tres secretos arruinaron la vida de todos.

SOCIEDAD CENTINELA |PARTE III |APOCALIPSIS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora