CAPÍTULO 12: La vuelta a casa

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Cuando Alma despertó en el río de la purificación, tras diez días de un profundo sueño, sintió la renovación total en su cuerpo y espíritu. Su tío la abrazó con fuerza e incluso soltó unas lágrimas por ella, quien no comprendía el porqué del alboroto. Ni siquiera había percibido el pasar del tiempo. No sentía hambre, ni ninguna clase de dolencia, y si bien recordaba lo sucedido en el océano de las almas caídas, y cada tortuoso recuerdo, su mente se mantenía clara, entendía que esos recuerdos no le pertenecían, por lo que no le causaban ningún daño.

No lo pensaba, pero las voces de la ansiedad y la depresión se habían acallado, lejos estaba de cualquier tipo de sufrimiento, aunque bien seguía con la idea firme de detener las locuras de la Orden de Salomón, esta vez más segura que antes.

Sin embargo no había tenido un segundo para descansar, desde ese entonces había estado luchando, día tras día, perdiendo la cuenta de cuantos errantes corrían hacia ella, enloquecidos. Las habilidades de lucha, entrenadas por orden de los salomónicos, le servían para doblegar a cada monstruo que quisiera asesinarla, y si bien Bautista quería ayudarla a derrotarlos, era detenido por Yamil y Kiran, quienes le decían que era una tarea solo de ella. Si alguien interfería se atrasaría más la vuelta a casa.

Allí, donde las almas caídas eran arrastradas a una completa deshumanización para ser recicladas por un desconocido ente y dios de la creación, Alma sorteaba los obstáculos de los errantes que se interponían uno a uno en su camino.

Luchaba contra ellos, sus brazos se convertían en filosas espadas de hielo con las que los cortaba sin piedad. Aunque no le era fácil salir ilesa. Cada tanto, algún errante lograba voltearla de un golpe, o con sus garras cortaba su piel y carne, entonces la sangre brotaba y se acercaban más de ellos.

Con una valentía y decisión sin precedentes, Alma se arrojaba de cuerpo entero a sus enemigos. Uno a uno, derrotaba a los errantes que se convertían en una humareda absorbida por su propio cuerpo, desapareciendo sin dejar rastro.

—¿Cuánto más? —preguntó Bautista, que veía a su sobrina, en las profundidades de una fosa, luchar con esas bestias a las que debía introducir en su ser—. No ha parado desde que abrió los ojos, y no me agrada que esos bichos se metan en su cuerpo.

—Ya te lo dije —insistió Yamil—, los errantes se convertirán en la llave de entrada al Limbo, y le otorgarán la capacidad de manipular kadavrés. No hay otra forma para que adquiera estas habilidades. Tendrá que absorber los que sean necesarios hasta que genere una simbiosis con ellos.

Dalia se acercó a Bautista y a su hijo, de allí miró a Alma, quien lucía agotada a pesar de su determinación.

—Los errantes han disminuido —comentó, satisfecha ya que pronto se cumpliría la hora del retorno.

Bautista volvió la vista a su sobrina. Tragó saliva y mantuvo su rostro tenso. Sufría al verla en el fondo de esa oscura fosa. Alma sangraba por aquellas heridas que no lograban sanarse, tratando de mantenerse en pie, jadeando, transpirando, con la mirada firme en un último errante que la triplicaba en tamaño.

—¡Tú puedes, Alma! —exclamó Bautista—. ¡Tú puedes con esto y mucho más!

Alma no lo miró, mantuvo la vista en su objetivo, pero sus comisuras se elevaron en una leve sonrisa. Quería regresar a casa, quería ver la luz del sol.

De un violento arrebato y con un grito de furia, Alma corrió hacia la bestia que también fue por ella. Ella cubrió su cuerpo de espinas de hielo, y sus brazos como lanzas arrojaron un filo danzante, cortando al errante en pedazos.

Cuando el errante murió, el humo negro voló en el ambiente y ella pudo absorberlo dentro de su pecho. Inmediatamente cayó de rodillas. Era el último.

SOCIEDAD CENTINELA |PARTE III |APOCALIPSIS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora