Tumbado en la cama Seiken miraba el techo de su habitación como si se tratara de algo irreal, como si aún estuviera soñando y quisiera despertar de una mala pesadilla. Su decisión había sido tomada, no había vuelta atrás. Dió un largo suspiro, analizando la forma en la que su vida cambiaría a partir de hoy.
Alguien entró de repente con paso seguro llevando algo que parecía tela doblada en sus manos. Kudume lo miró sorprendido de encontrarlo aún acostado.
—¿Qué se supone que está haciendo amo? —preguntó Kudume sin poder esconder un tono de regaño en su voz— La ceremonia comenzará dentro de poco y aún no está listo.
Por toda respuesta solo hubo silencio. Si consideraba agotador el hecho de pensar, responder lo era aún más.
—Lo están esperando —insistió Kudume sacando del inmenso armario el traje tradicional de boda de estas tierras, blanco, con sencillos listones rojos en el cuello y las mangas— debería dejar de pensar por un instante y...
—Solo intentaba saber cómo tendré el valor de mirarla a la cara esta noche, cuando estemos solos —lo interrumpió Seiken de manera sombría.
—La preocupación por algo inevitable no lo llevará a ninguna parte
Seiken se levantó de la cama y se comenzó a vestir con ayuda de Kudume. Miró hacia el retrato de su madre, la primera emperatriz preguntándose por un instante si todo hubiera resultado de la misma manera si ella aún viviera. En el caso de la realeza los matrimonios siempre eran por conveniencia tanto económica como política ¿Tal vez su madre también había sido utilizada como herramienta política por su familia? ¿Su padre la había elegido por esta razón? ¿Por obtener un beneficio para el imperio? No lo dudaba de su padre, pero los recuerdos de su infancia le provocaban un conflicto interno.
Su madre siempre estaba sonriendo, estaba feliz. Jugaba con él por los pasillos del palacio vestida de manera simple, incluso a veces descalza ignorando las reglas o las costumbres. El palacio imperial se sentía alegre todo el tiempo, como si cada día fuera una fiesta. Incluso su padre, su feroz padre, suavizaba sus rasgos cuando ella aparecía de repente y lo besaba de improvisto de manera pícara. El implacable emperador de Tsubekami era capaz de sonreir a su lado, de ser feliz.
Por eso su partida había sido tan devastadora. El emperador estuvo encerrado en su estudio por un largo tiempo, ignorando a todos, devolviendo los alimentos que eran traídos hasta su puerta sin dirigirle la palabra a nadie. Seiken solo tenía cinco años, así que era incapaz de entender lo que estaba sucediendo. No entendía el súbito silencio a su alrededor. No entendía, por que su madre con la tez pálida, yacía dormida dentro de una hermosa caja blanca sobre un lecho de flores. No entendía por que cuando tomó su mano que siempre era cálida al tacto, estaba fría como el hielo del más crudo invierno.
No paraba de mirarla, anhelando que abriera los ojos y lo abrazara. Deseando que se levantara para jugar con él, colmándolo de amor. Por más que esperó con paciencia, y esperanza a que su madre despertara, no lo hizo. Permaneció sumida en un sueño eterno del que nunca más despertaría. Seiken se quedó a su lado hasta que la orden de cerrar el ataúd fue dada, solo entonces entendió que iban a ser separados, que jamás la volvería a ver nuevamente.
Nunca pudo descifrar la mirada que su padre le dedicó ese día. No supo interpretar si era de una profunda tristeza o remordimiento. Desde entonces su padre se volvió distante con él, eliminando los gestos de cariño y abandonándolo en la más terrible soledad.
Al principio había llorado en silencio, al ver que nadie le daba los abrazos cálidos que recibía de sus padres. Nadie devolvía sus sonrisas, ni lo tomaba de la mano. A nadie le importaba nada más que el hecho de que debía ser atendido como el próximo emperador. Luego el sentimiento de pérdida fue transformándose poco a poco en una ira y un odio que fueron creciendo en su interior de forma gradual, mientras pasaba el tiempo, hasta que no quedó nada más, solo esos sentimientos llenaban su mente cuando se trataba de su padre.
Todo se intensificó cuando el lugar de su madre fue ocupado, usurpado por esa mujer. Entonces llegó al punto en el que todo dejó de importarle. Entonces vino el evento que cambiaría su vida para siempre y le haría desatar esa ira acumulada contra sus enemigos. Comenzó la guerra en las fronteras del imperio. Nunca agradeció la destrucción y la muerte, pero si el sentimiento de liberación cada vez que dejaba todo salir mientras de manera monstruosa y sin piedad descargaba el odio contra sus enemigos. La adrenalina golpeaba su cuerpo cada vez que estaba tan cerca de la muerte, dándole una energía devastadora, casi tan destructiva como la de un demonio. Así se veía a si mismo, no como a un dios sino como a un terrible demonio.
—No va a ser algo muy fastuoso, para desgracia de su padre —dijo Kudume ajustándole el cinturón sin imaginar los pensamientos que enturbiaban la mente de su amo que mantenía una oscura mirada— Como usted decidió casarse usando la tradición del tercer día, no dio tiempo para que llegaran los "señores principales" así que solo estarán presentes los integrantes de la corte, algunos visitantes y ciertos nobles que pudieron llegar en cuanto les avisaron, pero creo que con ellos será más que suficiente...
El príncipe no le dijo una palabra más a Kudumemientras éste terminaba de vestirlo. Le puso el gorro ceremonial, que poseíauna tela que cubría el rostro del príncipe por completo a excepción de unpequeño rectángulo recortado que permitía ver sus ojos. Terminados lospreparativos salieron hacia el palacio del Sol, lugar donde se celebraría laboda bajo la vista y supervisión del emperador, que sería quien aprobara launión. Aunque el hecho de que la boda se celebrara en ese lugar había sidodecisión de Seiken, esto era algo así como una afrenta hacia el emperador para demostrarleque estaba haciendo lo que lo llevaba presionando para que hiciera, pero bajosus propias condiciones.
Por el camino pasaron por el palacio de la Luna, que estaba siendo preparado con brillantes adornos de tonos rojos, linternas del mismo color que serían encendidas en la noche y perfumado con los más finos inciensos. Seiken se detuvo por un instante y bajó la mirada al suelo. Conocía cada rincón de este lugar, aunque desde su nacimiento le había sido otorgado el palacio del fuego, nunca había puesto un pie allí hasta el fallecimiento de su madre. Siempre había vivido junto a ella en el palacio de la Luna, sus recuerdos más felices habían sido en este lugar que ahora sería el hogar de su futura esposa por orden del emperador.
—¿Sucede algo amo? —le preguntó Kudume sin poder evitar una leve nota de preocupación en su voz.
Seiken negó con la cabeza por toda respuesta y siguió adelante. Cada paso que daba se sentía como el preámbulo de la batalla, el momento en que miraba expectante hacia el enemigo. Con la sensación hormigueando en su cuerpo, la ansiedad del momento en el que las espadas comenzaran a chocar entre sí, definiendo al ganador de la pelea.
Llegaron al palacio principal, sus enormes y negras puertas de madera tenían tallada en un lado la imagen del dios del sol, con una larga barba que llegaba hasta el suelo, ataviado con una armadura y sosteniendo de manera imponente una lanza entre sus manos en posición de ataque. Del otro lado un enorme sol, con un gran y feroz dragón que rodeaba su circunferencia. El lugar era tan oscuro como de costumbre, aunque hubieran abierto todas las ventanas no se podía dejar de tener ese sentimiento de estar en un lugar prohibido donde un simple error podría costarte la vida. El hermoso mármol negro del suelo brillaba como un oscuro abismo, provocandole la misma mala sensación de desagrado que lo embargaba cada vez que venía a este lugar.
Seiken entró al gran salón seguido de Kudume, a su derecha e izquierda se agrupaban cientos de personas, de las que no conocía ni siquiera a la mitad, pero ni de cerca eran suficientes como para colmar tan inmenso lugar.
—¡El príncipe heredero ha llegado! —anunció un hombre a viva voz.
Caminó sobre la alfombra azul que culminabaen las escaleras que daban al trono de su padre. A la derecha sentada a sulado, estaba su madrastra, la segunda emperatriz, quien al verlo entrar lo mirócon sincera preocupación. Seiken le devolvió la mirada con molestia y ella bajóla vista derrotada. Luego miró a su padre con intenso odio, el emperadorentornó los ojos irritado por haber cedido ante las condiciones de su hijomayor para casarse. Su hermano menor Jun no estaba presente, tal vez no sesentía bien. A la izquierda del emperador estaban sus hermanos en orden derango, Naito, Hyorin, Shakori y por último Azi el menor de ellos.
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El Dios de las espadas
FantasyEn un mundo donde los dioses una vez caminaron junto a los humanos incluso sacrificando más que su inmortalidad. Tierras lejanas donde la magia es algo casi extinto que solo unos pocos elegidos pueden usar y las bestias míticas que antiguamente goza...