El palacio de la luna, como el resto de los palacios interiores, tenía su pequeño lago con el palacete al centro y un puente de madera que lo conectaba con la orilla. Akanemi vio el atardecer desvanecerse desde allí, acompañada de Yurine, que permanecía a su lado cada momento posible. La imagen del Sol hundiéndose tras los muros del palacio le recordaban su posición de prisionera y su imposibilidad de ver el luminoso astro esconderse en el horizonte.
La temperatura comenzó a bajar lentamente, podía ver el cálido vaho que provocaba su respiración cada vez que exhalaba. El aire se hacía cada vez más frío mientras una ligera escarcha comenzaba a cubrir la orilla del lago. Del cinturón que sujetaba su ropa sacó una pequeña funda que desenvolvió con suavidad. Dentro había una daga de magnífica manufactura. El puño estaba hecho de un raro metal, la hoja del mismo material tenía grabadas unas inscripciones y un sello. Esta estaba tan perfectamente pulida que reflejaba su rostro.
Seiken había llegado al palacio de la Luna, pero su esposa no se encontraba allí esperándolo como la noche anterior. Sus doncellas la debían haber preparado ya, era una costumbre que él debía visitarla todas las noches hasta que ella concibiera un heredero. Minami se le acercó con cautela y respondiendo a sus dudas dijo con una profunda reverencia:
—Está en el lago, su alteza. Ha permanecido allí toda la tarde
Seiken caminó hacia el lago sin saber que decir o hacer, Minami lo seguía en silencio. Al acercarse al puente lo que vio hizo que su cuerpo se paralizara por el temor, nunca, ni en un campo de batalla, había estado tan asustado.
Akanemi estaba recostada al borde del palacete que daba al agua, tenía los ojos cerrados y sostenía un puñal con ambas manos en una posición que mostraba claramente sus intenciones: quería quitarse la vida. Seiken no se detuvo a pensar, corrió por el puente a toda velocidad para detenerla.
—¡¡¡No lo hagas!!!!! —gritó de repente sorprendiendo a Akanemi de tal forma que ella cerró su mano en torno a la hoja del puñal, cortándose mientras la baranda a la que estaba recostada cedía y ella caía al agua. Yurine gritó sorprendida y cayó sentada de la impresión.
El agua estaba tan helada que Akanemi no pudo reaccionar, no se podía mover, ni siquiera luchar por nadar. Sentía como si mil agujas atravesaran su cuerpo, su ropa comenzaba a pesar más y más arrastrándola hasta el fondo. El aire escapaba de su boca y en su lugar entraba el agua. Su vista comenzó a nublarse y poco antes de quedar sin sentido, una mano fuerte estrechó la suya y comenzó a halarla hacia la superficie.
Seiken salió del agua cargando el cuerpo inerte de Akanemi, cayó sentado en la hierba, respirando entrecortadamente por el esfuerzo de nadar y sacarla del agua. Akanemi tosió escupiendo el agua que había tragado mientras el príncipe se levantaba con ella en brazos y con una velocidad increíble se dirigía al palacio. Tras él venía, Yurine aun temblando del susto y con una cara de tremenda preocupación por el estado de su amiga.
Inmediatamente, Minami se le acercó para intentar ayudar a su ama, pero la feroz mirada de Seiken se lo impidió, lucia furioso más allá de lo que la doncella lo hubiese visto antes. Minami sintió como su cuerpo se paralizaba por el temor y dio unos pasos involuntarios hacia atrás, el príncipe no parecía humano, sus ojos eran como los de un animal salvaje que acababa de ser acorralado y herido por sus captores, dispuesto a cualquier cosa para sobrevivir. Con una agilidad increíble corrió hacia dentro del palacio de la luna y casi sin pensarlo se encontró en la habitación principal.
—¡Busca un médico! -—le ordeno a Yurine mientras colocaba a Akanemi aún sin sentido en el suelo con suavidad. Abrió su mano y desencajó la daga, por suerte la herida no era profunda, desgarró un pedazo de su ropa, la limpio y luego la vendo con habilidad. —No te lo permitiré, no te lo permitiré... —murmuraba una y otra vez aún enojado.
Ella lentamente comenzó a abrir los ojos, su cuerpo temblaba descontroladamente por el frío y su cara lucia pálida como si la vida se le estuviese escapando lentamente.
No había tiempo que perder, Seiken la comenzó a despojar de sus ropas mojadas y heladas. La envolvió en una manta y la acomodo sobre unos cojines cerca de la chimenea. Sin desperdiciar un minuto puso leña y encendió el fuego que rápidamente comenzó a crepitar de manera vivaz.
Él también estaba empapado, pero eso no importaba ahora. El médico demoraba demasiado y cada minuto era crucial, así que sin pensarlo Seiken se desnudó, Akanemi cerró sus ojos imaginándose lo que venía a continuación, no tenía fuerzas para moverse o intentar resistirse, se sentía impotente. Levantó la manta con la que la había tapado, se acostó tras ella y la abrazó con fuerza ofreciéndole el calor de su cuerpo.
—No te haré nada —le susurró con suavidad al oído.
Akanemi abrió los ojos sorprendida, mientras el cálido abrazo hacía que lentamente dejara de temblar. Se mantuvieron así toda la noche, sin moverse. Seiken se aferró a Akanemi como si su vida dependiera de ello, como si dejarla escapar fuera algo terrible, el fin del mundo.
Ella podía sentir la cálida respiración deSeiken golpeando su nuca, se sentía confundida acerca del que ahora era suesposo. Lucía y actuaba como un hombre feroz, pero, sin embargo, ahora se sentíacomo alguien débil, que dependía de este abrazo, de darle esta protección a ella, como si en realidad el que estuviera perdido y necesitara ser salvadofuera él. Cerró los ojos y con sus manos agarró las de él, sintió un bruscocambio en la respiración que chocaba con su cuello mientras Seiken la abrazabaaún más fuerte.
ESTÁS LEYENDO
El Dios de las espadas
FantasyEn un mundo donde los dioses una vez caminaron junto a los humanos incluso sacrificando más que su inmortalidad. Tierras lejanas donde la magia es algo casi extinto que solo unos pocos elegidos pueden usar y las bestias míticas que antiguamente goza...