19 - Negación

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—¿Trajiste a las doncellas de las que me hablaste? —preguntó Seiken cansado, quitándose el gorro y tirándolo al suelo con molestia cuando vió a Kudume aparecer por la puerta del salón de descanso del palacio del fuego.

Tras él tres doncellas entraron con los respectivos uniformes azules correspondientes al palacio de la Luna. Sus edades podían oscilar entre los veinte y los veinticinco años lo cual les otorgaba bastante experiencia en el palacio, pues la servidumbre que entraba al palacio lo hacía desde muy joven. Todas miraban al suelo y el miedo se dibujaba en sus rostros, realmente no era para menos, este era el príncipe que había echado a todos sus sirvientes del palacio del fuego, los rumores decían que tenía un mal genio de los mil demonios y su sola presencia intimidante parecía demostrarlo.

—La nueva princesa tiene su doncella acompañante, así que ella tendrá el título de jefa de las doncellas, pues es la que conoce mejor a su ama. Cada una de las tres que elegí tendrá bajo su mando diez doncellas más y se encargaran de diferentes cosas.

Kudume se apartó y Seiken se acercó a las doncellas, las miró y sin ningún tipo de delicadeza comenzó a hablar como si se dirigiera a sus soldados:

—Solo diré esto una sola vez, así que necesito que me miren a los ojos para asegurarme de que hayan entendido todo.

Las doncellas alzaron la mirada con lentitud, normalmente no tenían permitido mirar a la realeza a la cara y menos aún directamente a los ojos. Esto era un tabú, algo totalmente prohibido que podía conllevar un severo castigo.

—La nueva princesa va a ser su responsabilidad. Quiero que la hagan sentir como en casa, que hagan de este lugar su hogar, que manden a cocinar lo que le guste. Acompáñenla en paseos por lugares agradables, pero sobre todo háganla sentirse feliz y a gusto —las doncellas lo miraron con cierto asombro a causa de sus peticiones, porque estas no eran órdenes, al menos no lo parecían.

—Ningún hombre, que no sea yo, está autorizado para entrar al palacio de la luna. Ni siquiera el mismo emperador —la voz de Seiken sonó feroz cuando dijo esto provocando que dos de las doncellas retrocedieran— La única persona que puede darles órdenes por encima de las mías es la nueva princesa, a no ser que sus decisiones vayan en contra de las órdenes que les he dado antes... algo más —añadió de repente— Kudume es mi consejero personal, así que cuando él les indique algo es como si yo mismo lo ordenara. Cualquier cosa fuera de lo común, lo más mínimo que vean se lo informarán a él de inmediato... Eso es todo, pueden retirarse —finalizó Seiken con voz de cansancio.

—Preparen a la nueva princesa para su noche de bodas —ordenó Kudume.

Mientras las doncellas salían, otro sirviente entró con una botella en sus manos, la colocó en una mesita cerca de Seiken y con una corta reverencia se retiró. Kudume miró a su amo servirse un gran vaso del contenido de la botella, abrió la boca para decir algo pero Seiken evitó que hablara con un gesto de su mano.

—No quiero oírte, precisamente ahora no necesito a mi conciencia diciéndome lo que debo o no hacer...

—Solamente le diré algo —lo interrumpió Kudume agarrando la mano del príncipe que tenía el vaso impidiéndole que bebiera— esto es solo una excusa, para cuando llegue el momento de hacer lo que tiene que hacer se justifique pensando que no era usted mismo porque estaba borracho. Pero si es eso lo que quiere, hágalo, yo solo soy su consejero, es usted quien decide si escucharme o no.

Kudume soltó la mano del príncipe y salió de la habitación en silencio. Seiken lanzó el vaso contra la puerta por la que había salido su consejero haciéndolo añicos.

Sabía que sus palabras eran totalmente ciertas, que estaba tratando de ahogarse en alcohol, para olvidar lo que sucedería más tarde, cuando tuviera que visitar la habitación de su esposa. Aunque jamás había titubeado en el campo de batalla a la hora de enfrentar al enemigo, esta vez se sentía diferente. Aunque le molestara admitirlo, estaba asustado. Temía ver la reacción de Akanemi cuando tuvieran que consumar su matrimonio.

La expresión que había mostrado antes en su cara, al rechazar su toque cuando le acarició la mejilla, mientras esos hermosos ojos verdes huían como un ciervo asustado. Esa imagen había quedado firmemente grabada en su mente, de forma desagradable.

Soltó un largo suspiro mientras tomaba la botella y bebía directamente de ella. Esta definitivamente iba a ser una noche muy larga.





El Dios de las espadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora