capítulo 26

64 11 0
                                    

Tal vez esa historia escrita en el libro que narraba sus vidas, al fin y al cabo, era un refugio de una mente exhausta por la vida diaria. Algo que les ayudaba a ambos, a olvidarse de la realidad que los rodeaba, y sentir la calma que proporcionaba su relación. Porque, al fin y al cabo, el amor que existía entre Beatriz y Daniel, era como un cuento de hadas, lleno de amor que mostraban las películas. Pero más allá de ser un amor de películas, el problema fue que, su película romántica aún estaba por la mitad.

—Ya me voy, Betty —informó Daniel desde la puerta—. Le dejo la puerta abierta, tengo que llevarme las llaves.

—Sí, pero no te preocupes que a mi me toca ir con Nicolas —respondió, acercándose para besarlo—. ¿A que hora se vuelve para la casa?

—Muy tarde, no sé —contestó—. Bueno ya me voy. Sabes que odio la inpuntualidad.

—Te amo —dijo Beatriz, y Daniel se detuvo para mirarla.

Dos palabras. Dos simples palabras fueron suficientes para conmover a Daniel de una forma inesperada, mucho más de lo que pensaba. Porque provenían de los labios de Beatriz, y todas esas pequeñas palabras habían demostrado un sentimiento real. Aunque Daniel desearía decirle lo mismo, las mismas palabras se le quedaban atrapadas en la garganta, y así, con media sonrisa en los labios, se acercó para volver a besarla antes de irse.

Mientras Beatriz se vestía para salir del apartamento, de repente, sintió un inesperado mareo que la obligó a sentarse en el borde de la cama. No sabía qué estaba pasando, y de un momento a otro, las náuseas se hicieron presentes, haciéndola salir disparada del cuarto hacia el baño, donde se desplomó sobre la taza del inodoro, vomitando con fuerza, escupiendo todo lo que había desayunado esa mañana.

Tras unos minutos sentada en el suelo, sintiéndose un poco mejor, Beatriz se levantó y se enjuagó la boca con agua, después se lavó la cara con agua fría. Se acomodó el cabello y salió del baño, decidida a encarar la situación. Se dirigió hacia la salida, y caminó hasta la plaza, donde Nicolas y Armando la estaban esperando. Sin embargo, en medio del camino, su mente comenzó a indagar sobre su malestar.

—¿Qué hubo, Betty? ¿Cómo le fue, ah? —saludó Nicolas—. ¿Para donde nos vamos hoy?

—Eh, yo no sé, ya terminamos mitad de toda esta zona —contestó, aliviada de que Armando no dijo nada—. ¿Le hicieron algo Nicolas?

—No, pero a este loquito sí —contó—. Como le parece que se peleo con un señor al venir para acá, mírelo, Betty, mírelo. Parece mapache con esas herida en sus ojos, ¿no?

—¿Pero por qué hizo eso? —preguntó intrigada.

—No pues, ¿se acuerda de ese tal Mario Calderón? —continuó—. Uno de sus tipos nos insultó, y el frentoza le saltó encima como gato enjaulado.

—Armando —llamó Beatriz—. Déjeme verlo, ¿por qué hizo eso, ah? Mire como lo dejaron.

—Perdóneme, Beatriz —susurró, dejando que Beatriz tocara su herida—. Pero ese imbécil empezó.

—¿Le duele? Porque así no podemos robar, Armando —informó—. Me va a tocar distraer, y usted roba, ¿me entendió? Para la próxima evite esas peleas absurdas.

—Sí, Betty.

Durante horas, siguieron con sus robos, y las distracciones de Beatriz funcionaron mejor de lo que Armando esperaba. Él, confiado en su tarea, sacó todo lo que podía de cada tienda, mochila, bolsillo, y después se los daba a Nicolas quien caminaba para irse del lugar, mientras Beatriz ocupaba a las mujeres en una conversación acerca de zapatos. El oscurecer del cielo hizo que sus tareas resultaran más fáciles, pero también, la oscuridad les nubló todo el camino.

—¡Un millón, Beatriz! —exclamó Nicolas—. ¡Tenemos un millón, lo logramos!

Antes de que los tres pudieran celebrar su triunfo y disfrutar del millón que habían conseguido, escucharon el sonido de dos motos acercándose y frenando frente a ellos. De una de las motos descendió Mario Calderón, acompañado de otro hombre que sostenía un arma entre sus manos. La tensión en el aire se hizo palpable, y los amigos se prepararon para lo que vendría a continuación.

—¿Muy chistosito o qué, hermano? —dijo Mario—. ¿Qué fue lo que le dije? ¿O no me escuchó? No pues muy sordo nuestro gatito salvaje.

—Ese imbécil me provocó, Calderón —escupió Armando—. Aléjese de nosotros o lo mato.

—¿Matarme? Pero nosotros tenemos el arma —informó mientras reía—. Pero miren quién está acá, ¿cómo le va, mi amor?

—¡Con ella no se meta, Calderón! —gritó exaltado—. ¡Con ella no, idiota!

Armando se vio preso contra la pared mientras el tipo que él había golpeado hacía unos minutos, lo sostenía de un brazo. Mientras tanto, Mario agarraba a Beatriz con fuerza, intentando evitar que hiciera ningún movimiento, y los otros dos hombres se afanaban en mantener a Nicolas en el suelo, mientras este peleaba con todas sus fuerzas.

—¡Nicolas! —exclamó Beatriz, preocupada por su amigo.

—Hm, pobre... ¿Qué no la ven? Está llorando —dijo Mario—. Déjenlo ahí, lo van a matar.

Cuando Mario se acercó a Beatriz y comenzó a acariciarle el cuello, Armando se preparó para actuar. Aprovechando la inercia, mordió la mano de su agresor, liberándose y tomando el control del arma que este le apuntaba. Con determinación, les obligó a los demás que huyeran, dejando a Mario y su agregor en esa situación, luego apuntó de nuevo a Mario, exigiéndole que se apartara de Beatriz. Y aunque el hombre se mantuvo firme, Armando no flaqueó y se mantuvo en guardia para proteger a su amiga.

—¡Ustedes dos, se me largan de acá! —ordenó a los hombres que golpearon a Nicolas—. ¡Pero ya, ya!

—Tranquilo, hombre —pidió Mario—. Calmese. Nosotros sólo venimos a reclamar lo que es nuestro, ¿o acaso no vio que toda esta zona es nuestra?

Cuando Armando escuchó las palabras de Mario, observó a su alrededor con desconcierto y se dio cuenta de que habían entrado en la zona de Juan Manuel. En medio de la distracción, Mario intentó arrebatarle el arma, y en un momento de confusión, Armando disparó accidentalmente. El sonido retumbó en el aire y cuando se dio cuenta de lo que había hecho, observó horrorizado la sangre que brotaba del pecho de Mario.

—¿Armando? —susurró antes de caer al suelo.

Armando observó el cuerpo de lo que alguna vez fue su amigo y compañero de trabajo, tirado en el suelo con la sangre formando un charco a su alrededor. Y con lágrimas en los ojos, comenzó a temblar al ver su ropa cubierta de sangre. Él no quería llegar a ese extremo, pero lo había hecho. Mientras tanto, Nicolás se levantó con esfuerzo del suelo y tomó la mano de Beatriz para ayudarla a moverse. La escena estaba llena de dolor y desasosiego, y Armando se preguntaba cómo habían hecho tal cosa.

—Mu-muevanse —ordenó Nicolas—. Armando, vamonos.

El último robo | Beatriz Pinzón x Daniel ValenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora