capítulo 29

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Capítulo 29
Red


Me encuentro sentado en el centro del bullicioso bar, rodeado de la energía palpitante de la noche. El sonido de la música se mezcla con la risa y la charla, llenando el aire, mientras las luces tenues destacan las figuras de las mujeres que se mueven al ritmo de la melodía. Mi copa reposa entre mis manos con calma, disfrutando de la atención que recibo de aquellos que buscan mi favor. Rodeo con mi mirada el lugar, sexo, drogas y licor, aquí nadie te dice que no, lo que quieres lo tomas, son mis puta órdenes.
Camila está arrodillada a mi derecha acariciando mi pierna mientras algunas putas mueven sus tetas para mi, distracción, eso es lo que necesito.
De repente, Tony, se acerca con una mirada tensa. Su expresión lo dice todo antes de que abra la boca. Yo ya sé lo que viene. Es algo con Athenea.
Se inclina hacia mi.
──El oficial Tom Hills, llevo a Athenea a su apartamento está mañana.
Mi agarre se endurece al sentir la noticia. Sus palabras resuenan en mis oídos, haciendo que la furia empiece a crecer en mi interior. Tom Hills, el maldito oficial, ha llevado a Athenea, mi Athenea, a su  apartamento.
Todo a nuestro alrededor se detiene, todos quedan expectantes ante lo que viene.
El vaso se hace añicos en mi mano, la ira recorre cada fibra de mi ser. Mi rostro se endurece, y en ese momento sé que Hill y el resto del mundo conocerán mi furia. Nadie se atreve a tocar lo que es mío. Nadie.
Nikos se levanta, y yo hago lo mismo se posa en medio de mi camino.
──No podemos matarlo, jefe. No aún.
──No me digas que mierda hacer, Nikos. ──Gruño con fuerza.
Nikos baja la mirada.
──Lo siento, jefe.
──Red. ──Insiste Tony. ──. Tiene razón. No podemos, recuerda el próximo cargamento, es enorme. No queremos a la policía husmeando.
Los ignoro haciéndome pasó.
──¡Jefe! ──Insisten.
──Red, piensa… no puedes ir por él.
──¿Quién dijo que iré por el? ──Gruño.
Entro a la camioneta negra, Tony corre apresurado a subirse en el asiento de piloto para encender el motor. 
Respiro hondo, sintiendo el metal frío de la puerta del edificio que se abre sin un solo ruido. Me conocen, saben que cuando llego no hay alarmas, no hay anuncios. La seguridad está en mi nómina
──Todo está preparado, Red.  ──murmura, y sé lo que significa: las cámaras se apagan, los ojos que todo lo ven se quedan ciegos, por mi.
Camino con pasos meticulosos por el vestíbulo pulido, con la reverberación de mis pasos acompañándome. Cada eco parece un anuncio de mi llegada, pero sólo yo soy testigo del sonido. Silencio. Pasillo. Y ahí, la puerta que separa su mundo del mío.
Las llaves suenan en mis manos, todo por hacer su vida un tanto más… accesible para mí. La puerta se cierra tras de mí con un chasquido sordo, y el apartamento de Athenea me recibe envuelto en la oscuridad de la media noche. La negrura es mi manto, el silencio, mi aliado.
Mis ojos se ajustan a la falta de luz mientras anoto mentalmente cada cambio estético que he hecho aquí, cada nuevo contorno y sombra que adorna su pequeño refugio en este alto edificio. Me muevo con la familiaridad de un fantasma que ha transitado estos espacios innumerables veces, aunque siempre ausente, siempre sin dejar rastro.

Llego a su habitación, la puerta está entreabierta, Ahí está ella, en medio de sus sábanas que parecen nubes en la pálida luz de la luna, su respiración es un suave oleaje que clama por ser escuchado. Me acerco, el piso no crujirá bajo mi peso; tengo cuidado con eso. Me siento al borde de su cama, mi presencia una vigilante silueta; mi pulso es la única señal de que no soy una extensión de la noche.
El aroma a coco invade el aire, sale de su cabello en ondas que, estoy seguro, podrían embriagar a cualquier mortal. Me inclino un poco, robo una inhalación más profunda, dejando que me llene, que me calme.
Athenea se remueve ligeramente, su frente se frunce en una mueca que habla de sueños que no son tranquilos. ¿Pesadillas, tal vez? Quizá intuye que no está sola, porque en un instante, sus ojos se abren, y aunque sólo pueda vislumbrar mi contorno, sé que su corazón reconoce al instante la sombra que soy. La de  su protector y, en cierta medida, su carcelero.
La observo, esperando a ver la dirección en la que su sorpresa la llevará esta vez.
Ella tiembla, un tenue castañeo de dientes en el silencio oscuro, sus ojos, dos faros alarmados en la penumbra. Athenea se recoge contra el cabecero de la cama, arrastrando las sábanas como un escudo endeble. No está acostumbrada a la sorpresa de encontrarme aquí, sentado en el borde de su universo tan privado.
──¿Cómo… cómo entraste? ──Su voz es la vibración de una cuerda tensa, un filo de miedo teñido de confusión.
──Hice una copia de tu llave. ──respondo con naturalidad, con la calma de quien discute trivialidades en lugar de infiltraciones nocturnas. Mi tono es suave, pero mi expresión es un enigma en la oscuridad; una máscara de tranquilidad sobre un mar de tormenta interna.
──¿Es la primera ve? ──Pregunta, aunque su voz se tambalea en un arco descendente, revelando que tal vez ya intuye que no es una pregunta que requiera respuesta.

──¿Qué crees, Athenea? ──Contrapregunto, con una curva irónica en las palabras, un espejo de su propia incertidumbre desafiándola a admitir que ella sabe, tiene que saberlo, que esta no es la primera vez que acecho en su sombra, que me convierto en centinela de sus pesadillas.
Con cada segundo que permanecemos en esta danza de palabras no dichas, siento la ira latir como una promesa bajo mi piel. No es contra ella, no, es por el oficial que ronda en su órbita, que con cada acercamiento enciende mi furia. Este fuego, lo mantengo a raya, un dragón encadenado en las profundidades de mi ser. No quiero que ella vea la bestia, no aún, no cuando puedo seguir siendo el guardián en la penumbra.
Pero la verdad es una sombra alargándose en la habitación, y sé que ambos sentimos su peso, el de las visitas no confesadas, del cuidado no pedido, de la protección que roza los confines de una cárcel. En este juego del gato y el ratón, soy ambos, y Athenea, mi involuntario tablero de ajedrez.
Ella mira hacia otro lado, una estatua de duda en sábanas revueltas. Y yo, sigo sentado, observándola, el guardián enmascarado por la oscuridad, el que viene con la noche y se queda con sus secretos.
──Dijiste que lo mejor era que me fuera. Eso hice, y aquí estás.
──Es tu culpa. ──Suelto sin más, ella se gira a verme.
──¿Mi culpa?
──Si. Tuya. ──Recalco, ella eleva sus cejas, sus orbes azules parecen nubes negras en medio de la oscuridad de la habitación.
Ella es mi debilidad.


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