capítulo 48

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Capítulo 49
Red


El aire era pesado, cargado con una mezcla de expectación y nerviosismo mientras Athenea y yo avanzábamos por el largo y ornamentado pasillo de la mansión. A ambos lados, el servicio de la casa se alineaba en una formación impecable, sus posturas rígidas y sus ojos clavados en el suelo de mármol pulido. A pesar de la grandeza del lugar, una tensión inexplicable me apretaba el pecho, un presagio de lo que estaba por venir.
Athenea, siguiéndome de cerca, se detuvo repentinamente, su inhibición una clara señal de que la realidad de nuestra situación finalmente la había golpeado. Era el momento; todo o nada. La expectativa colgaba de mi lengua como una sentencia pendiente. Me giré hacia ella, enfrentando su mirada con una determinación férrea. La luz suave del atardecer que se filtraba por las ventanas altas le otorgaba a su rostro una serenidad engañosa, disfrazando la tormenta que yo sabía que se gestaba en su interior.
──Ella es Athenea, mi mujer. ──las palabras salieron de mis labios, firmes y sin lugar a dudas. Mi anuncio resonó por el pasillo con una autoridad que esperaba no solo infundir respeto, sino también marcar un nuevo comienzo. Por un momento, el silencio fue absoluto, solo para ser roto por el sutil movimiento de Camila, quien elevó su mirada hacia nosotros por un instante, solo para volver a someterse al peso de una jerarquía antigua y no dicha.
──Ellos son nuestra servidumbre. Están para servirte. Tú eres ahora su ama.  ──dije a Athenea, mi tono era de la naturaleza puramente pragmática. Ella asintió, su expresión aún inescrutable, un enigma que con el tiempo me prometí descifrar.
Volviéndome hacia el servicio una vez más, mi voz adoptó un matiz de acero inquebrantable.
──Creo que no tengo que decir nada más. Recuerden… sus vidas me pertenecen. ──Las últimas palabras colgaron entre nosotros, un recordatorio del poder y la responsabilidad que reposaba sobre mis hombros. Sentí la mirada de Athenea sobre mí, una mezcla de interrogantes, desafíos y, tal vez, una pizca de admiración. Fue suficiente para inclinar la balanza.
──Ahora, lárguense. ──dije con una calma forzada. Mis palabras fueron el detonante; el servicio se dispersó en silencio, dejándonos solos en el vasto corredor.
──¿Ama? ¿Qué quisiste decir con eso?
Me acerco a ella perdiéndome en sus malditos orbes azules que me tienen prendado.
──Que harán lo que tu desees, desde lamer tus pasos hasta matar por ti. ──susurro.
Niega con pesadez.
──Mi mundo es así; sucio, oscuro, perverso y lleno de sangre.  Pero, siempre he sido sincero contigo. No me mientas, Athenea. Sobre nada… no ocultes nada. ──sentencio.
──Lo siento. ──susurra muy bajito.
──Vamos a cenar. ──le extiendo la mano, ella entrelaza la suya con la mia.
Mientras camino hacia el comedor, siento a Athenea tensa a mi lado. Hay algo en el aire, un peso de palabras no dichas y decisiones que cuelgan en el balance. Al llegar, con un gesto cuidadoso, corro la silla para ella; un acto que bajo otras circunstancias hubiera sido gentil, pero hoy se siente cargado de una intensidad distinta.
Athenea se sienta, su nerviosismo palpable. Juega con sus manos, sus dedos girando y retorciéndose entre sí como buscando una salida a la ansiedad que claramente la embarga. Rompe el silencio con una pregunta que ha estado rondando en la atmósfera, espesa y pesada.
──¿Qué harás con ese hombre? ¿El del sótano?
La pregunta cuelga entre nosotros, un velo delgado de pretendida ignorancia. En ese momento, la servidumbre entra, con movimientos fluidos y entrenados, sirviéndonos unas copas de vino. Athenea aprovecha este breve interludio para recorrer con su mirada a una de ellas, quizás buscando en sus rostros alguna señal de complicidad o condena.
Sintiendo la necesidad de reconectar su atención, le digo con calma forzada, intentando que mi voz no delate la turbulencia de mis pensamientos.
──Voy a seguir torturándolo. ──Suelto las palabras con una frialdad e indiferencia.
Athenea me devuelve la mirada, su rostro una mezcla de horror y fascinación.
──¿Qué quieres que te diga? ¿Qué buscas? ──Su voz es un hilo, cargada de temor y curiosidad.
Ignoro su pregunta, tomo un sorbo del vino que nos han servido, dejando luego la copa en el comedor con un gesto deliberado.
──Quiero acabar con Tom Hills. Matarlo. ──susurro, soltando las palabras como quien revela un secreto a voces.
La observo, esperando su reacción. En un movimiento que parece casi inconsciente, saco el arma que he estado guardando en el arnés debajo de mi saco y la coloco sobre la mesa. Su aparición transforma el espacio, inyectando una dosis de realidad cruda y peligrosa en el ambiente.
──¿Alguna vez habías visto una? ──pregunto, casi retóricamente.
Ella niega con la cabeza, y le ordeno que la agarre. Hay un momento de vacilación, un instante suspendido en el tiempo donde Athenea parece debatirse internamente. Finalmente, con una mezcla de miedo y determinación, la toma en sus manos.
Notó cómo el arma, un objeto tan familiar para mí, se ve inmensa e intimidante en las suyas. Pesa, no solo físicamente, sino con el peso de lo que representa: poder, peligro, decisión. En ese momento, se hace evidente la distancia que nos separa, no solo en experiencia sino en percepción del mundo.
Me levanté lentamente, observando cómo Athenea sujetaba el arma con manos temblorosas. En ese momento, la tensión en el aire era palpable, como si un hilo invisible conectara cada uno de nuestros movimientos, cada respiración contenida. Me acerqué a ella por detrás, deslizando mis dedos con deliberada calma por sus brazos, guía y consuelo en uno, un gesto diseñado para alentar y controlar. Con cuidado, ajusté su postura y su agarre, haciendo que apuntara hacia la silla vacía que teníamos enfrente.
──Este es el gatillo. ──le susurré al oído, mi aliento casi mezclándose con el suyo. ──. Y este, el seguro. ──Mis palabras eran claras, cada una escogida por su simplicidad y precisión.
En ese instante, uno de los hombres de servicio ingresó para dejar la comida sobre la mesa. Sin apartar mi atención de Athenea, le ordené al hombre que colocara los platos en el comedor y después tomara asiento frente a Athenea. Hubo una vacilación en ella, un momentáneo impulso de bajar el arma, pero mi mano sobre la suya se lo impidió. El hombre obedeció mis órdenes sin protestar, sometiéndose a la voluntad que imponía yo, en mi propia casa.
Una vez más, guié a Athenea para que apuntara a uno de los sumisos, ahora sentado resignadamente frente a ella.
──Tú tienes el poder. ──. le susurré con intensidad. ──. tú tienes el control de su vida. Tú decides si vive o muere. ── Las palabras eran más que una enseñanza; eran un rito de iniciación. ──. Siente cómo la adrenalina circula por tu cuerpo, cómo el calor de la oscuridad comienza a abrigarte…
Con una mano firme, quité el seguro del arma, completamente consciente de cómo Athenea temblaba, aunque se mantenía sorprendentemente firme. El hombre, por su parte, admitía silenciosamente su destino, su mirada fija en el vacío, esperando la bala que decidiría su final.
Sin embargo, en el último momento, me erguí y ordené al hombre que se fuera. Su salida fue tan rápida como silenciosa. Athenea bajó el arma, su respiración agitada un eco de la mía.
──El poder es adictivo… ──comencé, sentándome a su lado una vez más. ──. Tener un poco te hace desear más, jugar con la muerte es tentador. ──Cada palabra estaba impregnada de mi experiencia personal, un testamento a la seducción de dominar la vida y la muerte.

Acercándome a ella, la interrogué, buscando en su respuesta una confirmación de sus sentimientos.
──¿Lo sentiste? ──Su asentimiento, firme e inmediato, fue todo lo que necesité. En su mirada, vi un destello de comprensión, una aceptación tácita del poder oscuro y embriagador con el que había flirteado. Era un momento definitivo, un punto de inflexión. Athenea había vislumbrado el abismo, y en vez de retroceder, había dado un paso hacia adelante, hacia mí. ──. Cada vez que vaya a torturar a Giovanni, estarás presente, y serás ejecutora también. 
──¿Esa será tu manera de enseñarme?
Asiento.
──Quiero ver si tu morbo tiene un límite.
──Lo tiene.
──Eso decimos todo, Athenea. Ahora come, quiero cogerte en mi despacho.

****

Lanzo al suelo todo lo que yace en mi escritorio al suelo, ella se deja caer en la fina madera y se abre de piernas para mí, aún conserva mi olor, y me gusta que esté se marque más y más, que todo el puto mundo sepa que ella es mía, me pertenece, soy dueño hasta de su sombra y de sus mas terribles pesadillas.
Sus caderas golpean con fuerza en las mías, paseo mis manos por sus pechos libres y turbantes que hacen agua mi boca, mi mano va a su cuello, mientras salgo y entro en ella, sus gemidos son excitantes. Hago presión levemente en su cuello para inclinarme sobre su cuerpo y saborear su piel.
Su vagina… su sexo, su condenado coño; es una condena para mí, es tan estrecha que debo contenerme para no derramarme al solo entrar en ella, sus caderas empiezan a moverse con descaro, y eso me encanta. Puede tener una personalidad cohibida ante el puto mundo pero cuando está conmigo eso se va a la mierda, ella se deja llevar por eso que siente. Salgo de ella con mi erección llena de fluidos, empapada de su deseo, de su excitación.
La giro de golpe, haciendo que sus nalgas queden expuestas para mí, sujeto sus manos y las aferro a su espalda, puedo notar que sus músculos se tensan.
──Redgar… ──sisea.
──Quédate quieta, nena. ──gruño, y como si hubiese apretado un interruptor su cuerpo se enfría, busca zafarse de mi agarre, y la suelto cuando siento su incomodidad,  sus labios tiemblan cuando su rostro da con el mío, y puedo notar su mirada llena de pánico. ──. ¿Athenea? ¿Te lastime?
Los demonios se muestran.
──Yo… ──una lágrima recorre su mejilla, toma su ropa del suelo y sale corriendo, la puerta se cierra con fuerza.
──¿Qué mierda acaba de pasar? ──gruño para mí, cierro mi pantalón y me pongo el saco para salir detrás de ella.
Sus manos mientras sujetaba su ropa, hablaban de un miedo que iba más allá de cualquier cosa que yo pudiera haber provocado. Por un instante, el silencio absoluto de la habitación me envolvió; un silencio que gritaba la verdad que aún desconocía.
No podía dejarla ir, no sin entender, no sin saber qué sombra la acechaba, empujándola hacia la oscuridad. La seguí, llamándola por su nombre, permitiendo que mi voz llenara los vastos espacios de la mansión, esperando alcanzar su corazón asustado. En la entrada la encontré, vulnerable y rota, intentando recomponerse para huir de lo que sea que la aterrorizaba.
──Athenea. ──dije, mi voz un susurro que rompía el silencio. ──. ¿por qué quieres irte? ──Sus lágrimas, aquellas perladas manifestaciones de su tormento, no hicieron más que aumentar mi desesperación por comprender.
Con cada paso que daba hacia ella, podía sentir el peso de la incertidumbre.
──¿Qué está pasando, Athenea? ──Pregunté, necesitado de entender su dolor. Ella se refugió en mi pecho, su negativa a hablar vibraba entre nosotros como una cuerda tensa a punto de romperse. Asentí, otorgándole el silencio que necesitaba, comprendiendo que algunas heridas son tan profundas que las palabras no pueden sanarlas.

Con cuidado, como quien teme romper el último hilo de esperanza, le extendí la mano. La suya vaciló, una eternidad contenida en segundos, antes de finalmente descansar en la mía, un gesto tan frágil y poderoso como el alba tras una noche tormentosa.
Tony entró, una caja bajo el brazo, su mirada alternando entre curiosidad y preocupación al vernos tan íntimamente unidos. Athenea ocultó su rostro en mi pecho, como queriendo desaparecer del mundo.
──Tenemos el éxtasis, y viene en camino el compañero de Hills. ──anunció Tony, ignorante de la tormenta emocional que nos envolvía. En su voz, una intranquilidad latente, como si las palabras transportaran un significado más allá de lo aparente, un presagio de los desafíos venideros.
──Tony, quédate en el despacho. ──le indiqué con una voz cargada de una urgencia que no necesitaba explicación. A pesar del caos que nos rodeaba, mi mente estaba centrada en una sola cosa: Athenea.
Guié a Athenea hacia la habitación que compartíamos, un santuario de calma en medio de la tormenta que parecía envolver nuestras vidas. La puerta se cerró detrás de nosotros, sellando momentáneamente los problemas del exterior. Tomé una pausa, permitiéndome absorber la normalidad de nuestro entorno. Su ropa, antes confinada en una bolsa, ya estaba meticulosamente organizada en el clóset, un pequeño gesto que esperaba la hiciera sentir más en casa, más segura.
La senté en la cama, mi mirada fija en ella. Su cuerpo temblaba ligeramente, un testamento visible de su tormento interno. La impotencia y la frustración inundaron mi ser; deseaba con cada fibra de mi ser entender su dolor, enfrentar lo que sea que la aterrorizaba. Pero sabía, por dura que fuera la lección, que debía respetar sus tiempos.
Me agaché frente a ella, delicadamente sequé sus lágrimas, sintiendo el peso de cada una.
──No sé si hice algo mal, si es así… lo siento, Athenea. Cuando estés lista, hablaremos. Debo ir a solucionar unas cosas.  ──dije, intentando poner palabras a la tormenta de emociones que me consumía.
Ella me sujetó la mano, un gesto desesperado que gritaba silenciosamente sus miedos.
──No quiero que te vayas. ──susurró, y cada palabra suya me golpeaba más fuerte que cualquier adversidad que hubiera enfrentado. Sabía que los negocios, los peligros, todo lo que ocurría más allá de las paredes de nuestra mansión, exigía mi atención. Pero ahí, frente a la vulnerabilidad de Athenea, nada de eso importaba.
──No puedo. ──fue todo lo que pude decirle al principio, un intento torpe de explicar mi dilema. Pero al ver el terror en sus ojos, el miedo a estar sola, mi corazón si es que poseo uno se resquebrajó.
──Ven conmigo. ──le propuse, una solución que nunca habría considerado bajo circunstancias normales. Pero nada en nuestra situación era normal, y si tenerla a mi lado significaba protegerla, entonces así sería.
Athenea y yo, juntos, enfrentaríamos lo que viniera, asegurándonos de que, pase lo que pase, ella nunca tendría que enfrentar sus temores sola. Era un cambio en mis principios, sí, pero uno que estaba dispuesto a hacer por ella. Por nosotros.
Le acomodo la ropa, y el cabello, ella seca sus lágrimas, se levanta frente a mi.
──Tu no hiciste nada malo. Tú tienes tus demonios, yo tengo los míos. ──susurro. 
Acaricio ligeramente sus mejillas.
──No vuelvas a huir de mi. ──pido. ──. Porque voy a buscarte hasta debajo de las piedras. 

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