capítulo 21

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Capítulo 21
Athenea Jones
Ecos en la Oscuridad.


La puerta se cerró tras de mí con un click que resonó en la inmensidad de mi apartamento oscuro. Los ojos aún acostumbrándose a la ausencia de luz, mis dedos buscaron el interruptor, pero luego desistí. La oscuridad era apropiada; un reflejo de la nebulosa de pensamientos que me agitaban por dentro.
Con movimientos automáticos, me dirigí hacia el cuarto y me dejé caer en la cama, el peso de mi propio cuerpo sintiéndose como el mundo sobre mi pecho. En la penumbra, las sombras se proyectaban sobre las paredes, jugando a ser las dudas y secretos que Redgar no había revelado durante la velada.
Redgar… Su nombre era un mantra en mi mente, un suspiro de humo y misterio. Cada momento con él era electricidad pura, peligrosa y embriagadora. Pero esta noche, había sentido la carga pesada de un no dicho que se acentuaba en su mirada distante. Un secreto bordeando el abismo de ser confesado, pero acobardado en el último instante.
Y ahora, aquí estaba, sumida en el silencio de las cuatro paredes que me conocían más que nadie, preguntándome qué demonios estaba haciendo. Iba a mentir por él, a construir un parapeto de falsedades alrededor de un hombre cuya verdad desconocía casi por completo.
¿Por qué? ¿Por la emoción? ¿Por la atracción hacia ese peligro que emanaba como un perfume caro de su piel? No… era algo más. Algo que se sentía tan antiguo como el instinto mismo. Era la confianza, imposible de racionalizar, que me decía que debajo de toda esa fachada de sombras, había una razón suficientemente buena para mis mentiras.
Cerré los ojos, los sonidos de la ciudad nocturna filtrándose a través de los cristales rotos de la ventana. La promesa de silencio que había hecho resonaba en la cavidad de mi corazón, convertida ya en un eco que no podía sacudir.

Supliqué en silencio para que nunca dieran con él, para que las sombras que lo rodeaban fueran lo suficientemente densas para ocultarlo de aquellos que buscaban su caída. Quizá era insensato, pero en ese momento de vulnerabilidad, prefería aferrarme al hilo de una oración que enfrentar la posibilidad de su pérdida.
En medio de la quietud, me hice una promesa: podría vivir con la verdad de Redgar, sea cual fuera, pero no podría vivir sabiendo que no hice todo lo posible para proteger lo que habíamos construido, incluso desde la distancia. Y con ese pensamiento anclado en mi alma, dejé que la oscuridad me envolviera, un abrazo que era tanto consuelo como cómplice, y finalmente, me rendí a un sueño sin sueños.

****

La luz titilante del amanecer apenas comenzaba a infiltrarse a través de las cortinas desgastadas cuando abrí los ojos. Despertar siempre llevaba esa fracción de segundo de paz antes de que la realidad cayera sobre mí como una losa fría. Y ese día, la verdad no tardó en hacerme peso.
Con movimientos casi mecánicos, me dirigí al baño, accionando la ducha. El sonido del agua era un preludio al rito diario de enfrentarme a mí misma, a mis marcas, a mi historia.
El vapor invadió el espacio, y con la humedad acariciando mi piel, mis dedos encontraron la cicatriz en mi espalda. Una línea áspera, un recordatorio permanente de un pasado que se resistía a permanecer sepultado.
Cerré los ojos, dejando que el agua caliente recorriera mi cuerpo, y con cada gota parecía desencadenar los recuerdos que intentaba mantener a raya. Las imágenes de una infancia que preferiría olvidar se filtraban en mi consciencia. Podía sentir la angustia, el miedo, las manos que no eran amables y las palabras que cortaban más profundo que cualquier cuchillo.

La cicatriz no era solo un daño físico; era el mapa de una niña perdida en un bosque oscuro de gritos y congojas, un recordatorio de que había sobrevivido, aunque a veces cuestionaba a qué precio.
Esos recuerdos traían consigo una desestabilizadora sensación de inseguridad, que se aferraba a mi espíritu más fuertemente que cualquier abrazo. En la ducha, protegida y a la vez expuesta, me permitía sentir, porque era allí donde nadie podía ver las lágrimas confundiéndose con el agua.
A veces, creía escuchar los ecos de esa niña que fui, llamándome desde el abismo de la memoria, sollozando por ayuda. Y aunque ya no podía salvarla, podía salvarme a mí misma, cada día, una y otra vez.
Respiré hondo, intentando que el vapor disipara el temblor interno que la cicatriz evocaba. De alguna manera, cada enfrentamiento con mi reflejo y mi pasado me recordaba quién era ahora, y la fuerza que había reunido para seguir adelante.
Era una Bruja, decían, con una marca de nacimiento que señalaba un destino más allá de lo ordinario. Con el paso de los años, había aprendido a esconderla bien, a reír y bailar en su presencia, a fingir que era cualquier cosa menos un estigma. Pero en los momentos de vulnerabilidad, cuando mi piel estaba desnuda y mi corazón desprotegido, sabía que lo que me habían enseñado a considerar una maldición, era en realidad el símbolo de mi resistencia, de mi lucha, de mi victoria silenciosa e íntima.
Con  determinación, apagué el agua, cerré la puerta a los fantasmas de mi pasado, y me preparé para enfrentar el día, intenté descubrir mi rostro en el espejo empañado del baño pero la imagen que apareció erizo mi piel y me dejó sin aliento.
Redgar…
Me giro de golpe para notar que me encuentro sola, él no está aquí. 
Respiro hondo, para llevar mi mano a mi pecho intentando calmar mi corazón agitado, mi corazón desesperado.
¿Qué haría si él estuviese aquí?
Llenarlo de preguntas…
Siempre he considerado mi apartamento más que cuatro paredes y un techo. Aquí, entre estas paredes silenciosas y la luz tenue que se filtra a través de las cortinas, he construido un refugio. Un santuario donde la soledad es una elección y no una sentencia.
La ciudad se expande vibrante más allá de mi ventana, pero yo me retraigo.  Es la necesidad, la necesidad visceral de sentirme en control, segura.
Pero ahora, Redgar ha irrumpido en mi equilibrio precario. Es un enigma envuelto en sombras, con ojos que prometen verdades ocultas y una presencia que desafía mi autoproclamada necesidad de aislamiento. Su aura de poder es intimidante, sí, pero también extrañamente reconfortante. ¿Cómo puede alguien tan envuelto en misterios evocar una sensación de seguridad en mí?
Hay una parte de mí que desea correr hacia la puerta, cerrarla con llave y perderme en la monotonía de mi existencia controlada y predecible. Pero hay otra, una voz susurrante y osada, que me incita a explorar los secretos que Redgar lleva consigo, a dejar que la historia se despliegue aunque con ello venga un torrente de incertidumbre.
Quizás es el cambio que inconscientemente estaba esperando, o tal vez solo es la curiosidad que todo ser humano lleva dentro, pero me encuentro parada en el umbral de mi propia vida, contemplando si dar un paso hacia lo desconocido. Por primera vez en mucho tiempo, estoy considerando abrir mi puerta a más que un susurro de viento. Redgar, con su pasado oculto y su mirada penetrante, podría ser la tormenta que despierte mi mundo adormecido.


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