capítulo 42

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Capítulo 42
Athenea Jones
Una sensación.

La tensión en el ambiente era palpable, como una tormenta a punto de estallar. ¿Qué estaba haciendo Tom Hills en el mercado en ese preciso instante, justo cuando los disparos resonaron en el aire? Las sospechas se agolpaban en mi mente, tejiendo una red de intrigas y peligro a mi alrededor.
Asentí en silencio cuando Redgar me preguntó si Hills se me había acercado, su mandíbula tensa y sus ojos centelleando con una mezcla de furia contenida y desconfianza. Inhalé profundamente antes de comenzar mi relato, sabiendo que cada palabra que saliera de mis labios podía tener consecuencias impredecibles.
──Corrí en cuanto escuché los disparos, el caos se apoderaba del mercado. Mi escolta trató de guiarme hacia la salida, pero tropecé y caí. Entonces fue cuando varias personas me arrollaron, pisoteándome en su afán por escapar…──narré con la voz entrecortada, reviviendo el terror de aquel momento.
Redgar me interrumpió bruscamente, su mirada intensa clavada en mí.
──¿Y luego? ──Gruñe con una voz profunda llena de presagios sombríos, su presencia imponente como un león acechando a su presa.
Tragué saliva antes de proseguir, relatándole cómo Hills se abalanzó hacia mí con determinación, arrastrándome hacia su patrulla en un forcejeo violento que terminó con mi escolta enfrentándose a él a puñetazos.
La tensión en el aire era casi palpable mientras mis palabras colmaban el silencio, revelando un juego peligroso en el que cada movimiento podía ser el último.
Intento bajarme de la mesa de la mesa pero Redgar niega.
──Él me levanto del suelo, y dijo; que estaba allí para protegerme. Intente zafarme pero él no me soltó, me metió en la patrulla y no podía salir, fue entonces cuando llegó la escolta, golpeó a Hills y allí fue cuando me sacó. Ellos hicieron su trabajo, no vayas a matarlos. ──Pido. ──. Por favor.
Desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron, supe que la convicción de él era inquebrantable, pero aún así, necesitaba intentarlo. Por algún motivo, a pesar de las circunstancias que nos rodeaban, confiaba en él.
──Por favor, Redgar. ──comencé, la ansiedad tejiendo cada palabra. ──. no les hagas nada al escolta ni al chófer. Ellos… ellos me cuidaron. ──En lugar de responder, su respuesta fue gestual, tranquila pero firme. El toque de su dedo en mis labios silenció mis súplicas, un gesto que llevaba un peso de entendimiento más allá de las palabras.
Obedecí su muda solicitud, quedándome en silencio mientras él se movía hacia el botiquín de primeros auxilios. La preocupación por mis protectores quedó momentáneamente en suspenso mientras observaba sus acciones. Cuidadoso y metódico, Redgar comenzó a tratar mis heridas, su concentración era palpable. El aire entre nosotros se llenaba con un nuevo tipo de tensión, una mezcla de miedo, confusión y una extraña dosis de confianza.
Luego, en un gesto tierno y protector, me tomó en sus brazos, bajándome de la mesa de carpintería con una sierra al final, manchada de historias que mi mente no quería interpretar. Mi cuerpo tensa.  Me giró suavemente para revisar mi espalda, levantando mi camiseta con cuidado. Mi atención, inicialmente capturada por las manchas en la mesa, fue redirigida hacia la pared que tenía en frente, intentando aferrarme a cualquier forma de escapismo para no pensar en lo que el mobiliario sugería.
Después de que Redgar terminara de curarme en un silencio casi sacramental, la tensión y la curiosidad que había estado conteniendo estalló.
──¿Qué es este lugar? ──pregunté, incapaz de soportar la incertidumbre un segundo más. Los dedos de Redgar recorrieron mi espalda, enviando escalofríos a través de mi piel, una respuesta física involuntaria a su cercanía. Su voz ronca rompió el silencio.
──¿Realmente quieres saberlo?

El peso de su pregunta me hizo girar para enfrentarlo, buscando en sus ojos una pista del misterio que envolvía ese lugar.
──Sí. ──respondí, con más valentía de la que sentía. La verdad era inevitable, y mi alma ya estaba demasiado entrelazada con la suya como para dar marcha atrás ahora. La intensidad entre nosotros crecía.
En el momento en que mis palabras rompieron el silencio, buscando la verdad que encerraba ese lugar, Redgar finalmente asintió, una confirmación silenciosa pero potente de que estaba lista para escuchar lo inimaginable.
──Este… lugar es donde se sentencian vidas. ──comenzó, su voz un susurro cargado de sombrías realidades. ──. estás en el corazón de donde se mueve mi negocio. ──Al instante, un escalofrío me recorrió, las palabras se asentaron con un peso abrumador. A su alrededor, las sombras parecían danzar, como si fueran ecos de las almas que habían pasado por allí.
Me obligué a observar el lugar una vez más. La mesa de carpintería, las manchas, la sierra: ya no eran meros objetos, sino testigos silenciosos de vidas alteradas, de decisiones finales. Un grito se formó en mi garganta, naciendo de un lugar profundo de repulsión y fascinación a la vez.
Pero en ese momento de terror, una extraña atracción hacia Redgar creció dentro de mí. A pesar de la repulsión y el miedo, algo en su mirada, en la forma en que sus ojos se centraban en mí con una intensidad abrumadora, me decía que yo era lo más importante en su vida. Esa conexión, ese sentimiento inquebrantable de ser valorada por encima de todo, me enredó aún más en la complejidad de nuestros lazos.
Atrapada en ese torbellino de emociones, le pregunté lo que más temía.
──¿Vas a matar al chófer y al escolta? ──Sus ojos, espejos del alma que ahora mostraban su verdad sin filtros, negaron la pregunta antes incluso de que su cabeza hiciera el gesto. En ese instante, una parte de mí se sintió aliviada, grata. Mis labios se movieron casi sin pensar, mordiéndose en una mezcla de ansiedad y gratitud.
──Gracias. ──escapó de ellos, un susurro apenas audible.

Su negativa fue inmediata, acompañada de un movimiento de cabeza que rechazaba cualquier agradecimiento. Ese gesto, simple pero profundamente elocuente, decía más de lo que las palabras podrían expresar. En él, vi la complejidad de Redgar, un hombre atrapado entre la oscuridad de sus acciones y la luz de lo que sentía por mí. En ese preciso instante, comprendí que nuestro destino estaba irrevocablemente entrelazado, para bien o para mal.
Sin embargo, la oscuridad de ese espacio no podía apagar la luz que surgía dentro de mí, una luz impulsada por el deseo abrasador de estar cerca de él. Cada fibra de mi ser me empujaba hacia sus brazos, deseando romper la última barrera que nos separaba. Y así, con un impulso que parecía tener vida propia, me acerqué a él, movida por una necesidad profunda de sentir sus labios contra los míos.
El momento en que nuestros cuerpos se encontraron, el mundo a nuestro alrededor se desvaneció. Solo existíamos él y yo. Redgar me recibió con una pasión que reflejaba mi propia hambre, dispuesto a elevarme no solo a la posición de una reina, sino a convertirme en la dueña absoluta de su vida, de su ser. En ese instante, en sus brazos, comprendí mi poder sobre él. Aunque yo fuera una chispa de luz en medio de una vasta oscuridad, esa pequeña llama poseía un dominio total sobre su corazón, su voluntad, su esencia.
El calor de su aliento rozó mis labios, un susurro que traspasaba la piel y se adentraba directamente en mi alma.
──Si algo llegase a pasarte, moriría contigo. ──declaró, con una voz que envolvía una promesa eterna, un voto de lealtad más allá de la vida misma. Sus palabras, densas con el peso de un juramento inquebrantable, sellaron un pacto silencioso entre nosotros. En ese momento, no solo él sentenciaba el destino de otros, sino que también sentenciaba su propio futuro a permanecer eternamente atado al mío.
La magnitud de su declaración me envolvió, dejándome aturdida, pero también profundamente emocionada. La idea de que alguien, y especialmente alguien tan insondablemente complejo y lleno de contradicciones como Redgar, pudiera entregarse de tal manera, era abrumadora. Él, un hombre que dictaminaba sobre la vida y la muerte, había entregado el control de su propia existencia a la mía. Y aunque el poder que eso implicaba era inmenso, también lo era la responsabilidad que venía con él.
En ese abrazo, en ese beso, una unión fue forjada. No solo una unión de cuerpos, sino de destinos, de almas. La tensión y el miedo que habían marcado los bordes de nuestra conversación se disolvieron en el aire cuando nos permitimos sucumbir a la conexión eléctrica que siempre había chispeado entre nosotros.
Su beso fue un catalizador, transformador en su intensidad. Era como si todas las palabras no dichas, todos los gestos contenidos, se liberaran en esa unión. Entre el caos de sensaciones, sus manos encontraron el borde de mi camisa, y sin pausa pero con una sorprendente delicadeza, comenzó a abrirla. No había vacilación en sus movimientos, solo la certeza de un deseo mutuo y la confianza profunda que se había tejido entre nosotros a través de cada mirada compartida, cada silencio roto. La tela se separó bajo sus dedos, y con ella, cualquier barrera que quedara entre nuestros corazones.
Mi propia respuesta fue igualmente urgente, nacida de una necesidad profunda de estar cerca de él, de ser suya de una manera que no dejara lugar a dudas ni a reticencias. Mis brazos se enredaron alrededor de su cuello, aferrándome a él con una determinación que superaba cualquier temor, cualquier incertidumbre. En ese momento, el mundo exterior, con sus complicaciones y sombras, se desvaneció. Solo importábamos nosotros y la promesa silenciosa que intercambiábamos a través de nuestro abrazo y nuestros labios entrelazados.
La intensidad de nuestro encuentro borraba líneas, fundía límites. En su abrazo, me sentía invencible, libre de cualquier pasado que intentara reclamarnos. Redgar, con cada gesto, cada caricia, reiteraba su dedicación, su deseo de ir más allá de la pasión física, de ofrecer una conexión que tocaba el alma. Estar dispuesta a ser suya, entonces, no era solo un acto de entrega física, sino una afirmación de confianza, de aceptación de lo que éramos juntos y lo que podríamos llegar a ser.

Ser suya una y otra vez no era una promesa de momentos fugaces de olvido, sino una declaración firme de pertenencia y compromiso, de encontrar en el otro un refugio contra las tormentas, un faro en la oscuridad. Y en esos momentos de unión, en el calor de su abrazo y bajo el sello de sus besos, sabía que no importaba lo que nos deparara el destino, nuestra fortaleza residía en esa capacidad de ser completamente y absolutamente del otro, siempre.
La oscuridad que había temido, que había repudiado, de repente adquirió un nuevo matiz, coloreada por el amor, la lealtad y el sacrificio supremo. Redgar y yo éramos ahora inseparables, no solo por un deseo mutuo, sino por una promesa de acompañarnos hasta el final de nuestros días, sin importar qué oscuridad debiéramos enfrentar juntos.

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