Wynga de Egel

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La aparición frente a ella no parpadeaba, y eso se le hizo extraño en un primer instante

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La aparición frente a ella no parpadeaba, y eso se le hizo extraño en un primer instante. Los humanos lo hacían para proteger sus ojos, pero al parecer ella no lo necesitaba. Debió imaginar que no sería como la humanidad creía, o como la interpretó. Que era una divinidad bajada del cielo no se discutía, pero el resto...

¿Cómo describirla? ¿Era humanoide la palabra correcta? No, porque si se miraba a sí misma, la que más parecía un remedo de ser viviente, era ella.

La visitante era más alta, un metro noventa, se aventuraba a decir. Su cabello era plateado, y brillaba. Su cuerpo estaba cubierto de algo similar a una túnica blanca y dorada, aunque más parecía una armadura para proteger su cuerpo, una que se pegaba a su figura esbelta.

Esa armadura parecía viva, como una entidad aparte de ella misma. ¿Era su piel blanca o solo pálida? ¿Era piel? ¿Por qué todo en ella parecía tan perfecto?

Quienes la llamaron divina no se equivocaron, ni sus ancestros, ni los que la vieron después. Porque era ella, ¿verdad? La misma a la que le dijeron diosa madre. Ishtar, o Isis. Deméter, o Cibeles. Frigg, o Aditi. Y más cerca de ella, Killa. O Urpayhuachac. Pero también María. La Madre. La virgen, la divina. La que se apareció a los tres pastores, y a otros a lo largo de la historia.

Y si ella era la madre de la humanidad, la que los protegía, a quien siempre le oraba. Si era todo eso, ¿por qué quería destruirlos?

—Eres la que recibió el mensaje. —Su voz, suave como una caricia, pero aterradora a la vez, se escuchaba dentro de Eva. En su mente.

—¿Cómo me hablas? —preguntó, esperando una reacción de ella.

—Te hablo de la forma que comprendes, la que tu cerebro puede interpretar.

—Pero estás en mi cabeza, ¿cierto? ¿No hay una forma de comunicarnos que sea distinta?

—No hay manera en que puedas comunicarte conmigo, o que tu intelecto consiga interpretar mi idioma.

No supo si sentirse ofendida, o despreciada. Aquella ni siquiera parecía violenta o enojada, solo estaba allí, dando su sentencia. Y supuso que para seres como ella la sutileza de la amabilidad no era del todo comprensible.

—Señora, sé a qué ha venido —continuó Eva—. Es verdad, recibimos el mensaje. La esperábamos. Y por eso estoy aquí, para rogarle... —No sabía si funcionaría, pero lo hizo igual. Se puso de rodillas a sus pies, y bajó el rostro—. Para rogarle piedad, para rogar que una vez más interceda por nosotros ante los seres superiores.

—¿Por qué debería hacer algo como eso?

—Porque es... Porque es nuestra madre... —expresó con timidez.

Aquella no dijo nada, al menos no por unos segundos. Y a Eva se le cortó la respiración cuando sintió su contacto sobre sus hombros, posándose con suavidad en ellos. El corazón le latía con rapidez, sabía que la miraba, que se estaba inclinando para tocarla. Fue más impactante cuando esas manos con dedos largos y suaves rozaron su mentón, obligándola a mirarla.

Los desterrados hijos de EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora