Primer día del juicio

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El avión despegó en secreto, no podía permitir que los invitados supieran que volaba hacia la costa debido a una crisis

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El avión despegó en secreto, no podía permitir que los invitados supieran que volaba hacia la costa debido a una crisis. Ni ella ni su gabinete estaban seguros de poder hacer algo, no esperaron que fuera tan pronto.

La nave salió de los altos valles de Chinchero, vio como el verde se hacía más pequeño, y fue reemplazado por las blancas cordilleras. Era como antes, decían. Todo blanco, todo brillante y puro. Al menos para algo sirvió el frío del invierno nuclear.

Eva recostó la cabeza contra la ventana del avión, y dejó de mirar el blanco para observar su reflejo. No podía creer que no se le había movido ni un pelo desde que se enteró de la noticia, su moño alto seguía igual de impecable. Lo único que le pareció ver fue algo extraño allí. "Una cana", se dijo, y en medio de la desgracia acabó sonriendo. Una cana a sus cortos treinta años, y no sería la última, sin dudas.

—¿Se ha recibido otro mensaje? —preguntó Eva a uno de los consejeros, quienes seguían monitoreando el objeto luminoso de la costa.

—No, gobernadora. No ha enviado ningún mensaje, no aún.

—Pero lo hará, para eso ha venido. Tal vez pueda ganar algo de tiempo, como lo han hecho otros antes y tantas veces... —se dijo, intentando convencerse a sí misma más que al resto de su equipo. Era una posibilidad, cierto, pero también podía ser la vez definitiva. Podía ser el final.

"Dios te salve, María, llena eres de gracia. El señor está contigo", oró para ella misma, mientras se llevaba la mano al crucifijo de madera que le regaló su madre. ¿Serviría de algo? ¿O ya había pasado el tiempo de las plegarias? Lo haría igual. Después de todo, nunca le importó elevar sus oraciones al cielo mientras la desolación alrededor le gritaba que eran tonterías y que no había un Dios.

Poco a poco, las montañas nevadas se fueron quedando atrás. Eva esperó, y vio como el avión descendía en busca de un lugar de aterrizaje. Ya no había aeropuertos en la ciudad desértica de Lima. Ni en el Callao, pues el agua avanzó hasta hundir buena parte de la provincia costera. La gobernadora sabía que aún había personas viviendo en la ciudad, cerca a la ribera de los ríos, como las civilizaciones antiguas. Pero el resto... El resto era nada.

Lima no pudo resistir el primer año del invierno nuclear. La ciudad no estaba preparada para un cambio de clima tan drástico, y la que antes fue la capital de un país pronto se quedó sin agua, pues las represas de la sierra ya no pudieron abastecerla. Ni había quien las operara. La gente la abandonaba, o moría. Y con los años se convirtió en lo que siempre fue: Un desierto con algunos valles fértiles, y nada más.

Allí estaban los grandes edificios, las calles, los autos abandonados, los centros comerciales. Las mansiones de los ricos, las chozas de los pobres en los arenales. Era una ciudad fantasma más como muchas en su región. Y justo allí, en ese sitio abandonado por la mano de Dios y por el hombre, allí fue donde aquella decidió que empezaría todo.

Los desterrados hijos de EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora