La nave se elevó tan alto que salieron fuera del planeta. Su cuerpo aún flotaba, pero cuando se estabilizó, aterrizó despacio sobre un piso que brilló de color azulado al tocarlo. No parecía que hubiera paredes que la rodearan, todo se hizo transparente. Pero había un brillo inusual en el que las imágenes parecían distorsionarse, y dedujo que esos eran los límites.
Cuando todo se quedó quieto, la nave de Wynga empezó a descender, y al fin pudo ver a la extraterrestre dirigiendo el camino.
—Puedes acercarte a los bordes —le dijo.
—Es peligroso. ¿Te recuerdo que hay bases militares rastreando el cielo para intentar derribar la nave?
—Lo sé —respondió con calma—. Solo me verán si yo quiero, nunca me han detectado.
Eso le bastó para sentirse más tranquila, o intentarlo. Conforme se fue calmando, notó que, aunque la nave parecía moverse a una increíble rapidez, ella apenas lo sentía.
Así que allí estaba, su planeta, o su cárcel. Era como esas imágenes de textos escolares, pero a la vez lucía distinta. Ante sus ojos se presentaba un mundo oscuro. Y, conforme Wynga descendía, se tornó más lúgubre.
Wynga se elevó por los cielos de América, y pudo ver con tristeza como mucho de la selva amazónica desapareció, que había más hielo que antes en la cordillera, incluso en las ciudades que no había sobrevivido al invierno nuclear, como Santiago de Chile, el sur de Argentina, o La Paz. La nave estaba lo suficiente cerca para ver qué buena parte de América central se había hundido en las aguas, y que de las islas caribeñas quedaron islotes inhabitables.
Cruzaron el Atlántico en segundos, y ante sus ojos apareció la vieja Europa, y la desolada África. Conforme Wynga descendía, le quedó claro que las cosas eran más terribles de lo que se decía. Si bien había ciudades funcionales, estas eran muy pocas, y se redujeron a una cuarta parte de lo que fueron. El resto era la imagen de lo que la gente pensaba cuando evocaba un Apocalipsis. Edificios en ruinas, carreteras abandonadas, autos oxidándose, bosques secos y muertos. Y, más allá, los cráteres de las bombas nucleares.
Cruzaron sobre la Europa Mediterránea, y no reconoció el lugar donde solía estar Israel, o Palestina. Bueno, según recordaba, los palestinos fueron víctimas de un genocidio antes de que estallara la verdadera guerra, y los israelíes pagaron las consecuencias poco después. ¿Y qué más iba a encontrar? ¿Qué más había en las ruinas de su mundo?
Se le heló el cuerpo de solo imaginar lo que millones de personas padecieron durante esos años. Cómo fueron sus últimos instantes de vida. Si murieron abrazados a los que amaban, o solos con sus temores. O si agonizaron mucho tiempo, rogando que la muerte se los llevara. Ni siquiera tenía que imaginarlo, pues ella misma vivió situaciones similares que la llevaron hasta esos extremos, y si estaba viva solo podía ser voluntad divina.
Se acercaban al territorio de Rusia. Wynga iba más rápido, pasando sobre cientos de kilómetros deshabitados. Y siguieron más al norte. A Siberia.
Una cadena montañosa se hizo visible a sus ojos, los Urales. ¿Y cuál de ellos sería el monte Otorten? ¿En qué lugar fueron asesinados esos pobres chicos del paso Diátlov? Lo sabría pronto, pues la nave seguía en descenso. Hasta que al fin Wynga se detuvo, y le hizo una seña para que se acercara.
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Los desterrados hijos de Eva
Science FictionA Eva no tienen que contarle la historia: Ella lo ha vivido todo. Desde una pandemia global en su adolescencia, hasta el invierno nuclear del año 2024. Trece años después, con el mundo al borde del colapso social y económico, los países antes indepe...