La fiesta del pueblo

9 2 2
                                    

Avanzaba por el ancho pasillo, notando cómo la tenue música se hacía cada vez más presente, acompañada de los murmullos provenientes de la gran cantidad de invitados. Se puso delante de la amplia entrada y, tras respirar hondo, colocarse, una vez más, los ropajes, y hacerle una rápida señal a los otros dos hombres que estaban allí, la puerta doble fue abierta para él, permitiéndole el paso a un enorme salón, lleno de ornamentos color oro y de gente que vestía vistosa ropa mientras hablaba con los demás y comían los aperitivos o agarraban las copas que los camareros, vestidos también de forma elegante, les ofrecían en una bandeja dorada.

Con los nervios a flor de piel, y un sudor frío recorriendo su espina dorsal, ingresó en la estancia y fue directamente hacia el lugar que se le había indicado horas antes, el lugar donde ya tantas veces había estado, el lugar en el que su corazón de aceleraba, una tabla de madera elevada varios centímetros del suelo y con forma rectangular, lo suficientemente grande como para poder moverse a gusto y sin peligro de caerse, a la que subió tras cruzar toda la sala y recibir varias miradas despectivas por parte de algunos nobles.

Se posicionó en el improvisado escenario y golpeó, sin demasiada fuerza, la madera con sus pies para comprobar lo resbaladiza y resistente que era. Esperó unos segundos a que la orquesta finalizara de interpretar la primera pieza de la noche y comenzara la siguiente, un poco más animada, para empezar a bailar al ritmo.

Algunas personas del lugar se acercaron a su posición, viendo impresionados los limpios y profesionales movimientos que hacía el chico sobre el escenario. Sus cabellos negros, recogidos en una coleta, se movían al son de la danza, despeinándose, al mismo tiempo que sus ojos azabaches se ocultaban bajo sus párpados, para mayor concentración y para sentir cómo la música activaba cada nervio de su cuerpo, mientras que su piel canela, completamente lisa, poco a poco era cubierta por una fina capa de sudor.

El tiempo pasaba, pero él no era consciente de ello, su mente había volado a otra parte, a un lugar donde no existía nadie más, donde era libre y podía bailar como quisiera, sin ningún impedimento, ignorando todo a su alrededor, como si flotara en una burbuja, y como si su ropa, aquel conjunto de tela algo desgastada y simple, se hubiera convertido en un lujoso traje con el que se ganaba el respeto y la consideración del resto.

Dio otro giro más, dando por finalizada la primera coreografía de muchas y abriendo levemente los ojos para mirar a su numeroso público con seguridad y una sonrisa confianza que dejaba al descubierto dos marcados hoyuelos en ambas mejillas. Con suma delicadeza, dobló la parte de arriba de su formado torso, colocando uno de sus brazos en su estómago y el otro en la espalda baja, haciendo una elegante reverencia a todos los presentes y echándoles un rápido vistazo a todos antes de empezar de nuevo.

El salón se había llenado aún más de lo que estaba cuando el joven llegó, y los tamaños de las faldas en los vestidos de las mujeres, reducían notablemente el espacio para moverse, sin embargo, desde su altura privilegiada, se percató de la presencia de una persona, una dama que aparentaba su misma edad y que pasaba desapercibida por los demás mientras le contemplaba curiosa con sus ojos felinos, color marrón, pintados con una sombra oscura que resaltaba su pálida piel. Al notar la mirada del hombre sobre ella, la chica ocultó su sonrisa pícara detrás del abanico blanco con encaje que llevaba consigo, comenzando a abanicarse, sin quitar el contacto visual, de una forma lenta y cuidadosa, provocando que los pocos y finos mechones que quedaban sueltos de su peinado, formado por un par de trenzas que acababan en un moño castaño claro, se agitaran, impidiendo que el bailarín mirase hacia otro lado, como si estuviese hipnotizado, como si aquella noble le hubiera hechizado con tan solo una mirada y un último guiño que le lanzó justo antes de desaparecer entre la multitud y perderle la pista.

La fiesta siguió adelante y todos continuaban disfrutando del ambiente, la música, la poca comida que quedaba, y el simple espectáculo que el moreno les ofrecía, recibiendo aplausos y halagos en varias ocasiones que eran ignorados por el despistado joven que, cada vez que paraba, se limitaba a buscar con la mirada a la mujer de antes que parecía haberse esfumado, pues no la hallaba en ningún lado. Pero debía seguir, aunque en su interior sintiera un fuerte deseo y una potente necesidad de irse, de dejarlo todo atrás y colarse entre el gentío hasta encontrarla, era consciente de que, al menos por el momento, eso no sería posible, debía permanecer haciendo su tarea, la que le han ordenado y la que le recompensarán al terminar, y evitar así los posibles castigos que le causaría el desobedecer a su dueño.

 Sus pies se movían con rapidez y agilidad, generando pequeños sonidos cuando sus zapatos negros con un pequeño tacón cuadrado chocaban contra la madera y que su vestuario comenzara a desordenarse tras un tiempo de cansado trabajo sin apenas descanso. Las ajustadas mallas de sus piernas generaban un calor que podría considerarse insoportable, y la ancha y larga camisa de manga larga, de una tela fina, y con un cinturón ajustado a la altura de la cintura, le impedía respirar todo lo libre que quisiera, sin embargo, él seguía ahí, con su semblante sonriente y confiado que no mostraba nada de lo que sentía más allá de una falsa gratitud hacia los nobles por dejarle participar junto a ellos en aquella fiesta llena de riquezas, apariencias e hipocresía.

Entre tu lugar y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora