Ducha fría de palabras

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Estaba delante de las enormes puertas de palacio, allí donde ya había estado un par de veces antes pero sin esa sensación amarga de nerviosismo y decepción al haberse sentido prácticamente expulsada de su propia habitación por su dueña, quien la había enviado hasta ahí andando, sin compañía ni carruaje, y sin más ropajes que los que llevaba ya puestos, contándole su maléfico plan justo antes de que la muchacha emprendiera su largo camino a primera hora de la mañana, poco después de que saliera el sol.

Al rato, la entrada se abrió y de esta salió un hombre, reconocido como el mensajero oficial del conde que, a pesar de no destacar físicamente de ninguna de las maneras, lo recordaba a la perfección, a él, y a ese ridículo traje abultado que siempre que llevaba y que, a ojos de los nobles, era algo medianamente sofisticado.

Este, no sin antes hacerle un rápido recorrido con su mirada de arriba a abajo, desde sus tacones oscuros hasta su clara cabellera cuidadosamente recogida, como si quisiera analizarla de alguna forma, le hizo un gesto para que fuera detrás de él, adentrándose así en el lujoso lugar que, por muchas veces que lo hubiera visto anteriormente, siempre la dejaba boquiabierta, impresionada por la abismal diferencia que había entre su estilo de vida y el del pueblo.

Avanzaron por los largos pasillos, cruzando varias estancias con rapidez, en completo silencio, y no encontrándose con nadie más que unos cuantos guardias que seguían sus específicas rondas en pareja, o así fue hasta que, bajando unos escalones y descendiendo a una zona mucho más cochambrosa, sucia, desgastada e incluso agrietada que la anterior, ingresaron en una estancia cuadrada donde un montón de mujeres, con diferentes rasgos pero vestidas de la misma forma, hablaban animadamente hasta que escucharon la puerta de la habitación abrirse y notaron la presencia de ambos, girándose hacia ellos, de una forma muy coordinada, y comenzando a cuchichear con las compañeras que tenían cerca sin quitarle la mirada de encima a la joven que, de forma tímida y suponiendo que era de ella de quien hablaban, se limitó a quedarse detrás del mensajero.

— ¡Por favor, dejen las charlas para sus horas de descanso! -el hombre dio dos fuertes aplausos que retumbaron por las cuatro paredes, silenciándolas a todas de inmediato y acabando con cualquier ápice de ruido que pudiera existir, instalando en el cuarto un ambiente serio y de sumisión que, de nuevo, dejó impresionada a la muchacha- tras el incidente de una de sus compañeras, hemos decidido ir en busca de alguien que pudiera sustituirla, se llama Arline, y a partir de hoy mismo trabajará junto a ustedes, pero primero, siguiendo el protocolo correspondiente, deberá hacerse una limpieza a fondo para quitarse cualquier enfermedad y tendrá que aprenderse todos y cada uno de los rincones de palacio, así que, Sylvia, Irene y Oren, os encargaréis de ayudarla en todo eso, ¿ha quedado claro? -las tres nombradas, de edades muy diferentes, asintieron con la cabeza y se dirigieron hacia la nueva con un gesto de indiferencia en sus rostros, agarrándola de ambos brazos y empujándola suavemente de la espalda para llevarla hacia al exterior y dejar allí al resto del servicio que escuchaba atentamente el resto de tareas que el mensajero, pergamino en mano, les daba.

— ¿A dónde vamos...? -preguntó, tartamudeando nerviosa por sentirse atrapada entre aquellas mujeres que, fácilmente, podrían llevarla a cualquier lado sin que nadie lo supiera, pues aquellas zonas por las que caminaban estaban completamente desiertas, ni siquiera los guardias hacían acto de presencia en ese viejo sótano.

— A la zona de aseo -contestó una de ellas, la más anciana y, aparentemente, la más malhumorada, tomando su antebrazo con tanta fuerza que empezaba a crearle algunas dolorosas rojeces en su pálida piel.

— De acuerdo...

Frenaron en frente de una puerta, algo más alejada del resto. La chica morena que les había estado acompañando sacó un oxidado manojo de llaves con el que abrió la cerradura que les impedía el paso, y apartó la puerta hasta que toda la sala quedó al descubierto. Esta era de un tamaño similar a la anterior pero de un color mucho más claro, en las esquinas podían verse algunos musgos que nacían por los pequeños charcos de agua estancada que se habían quedado arrinconados y, justo en el medio, colgando del bajo techo, había una tubería fina y grisácea de la que caían pequeñas gotas de vez en cuando.

Entre tu lugar y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora