La vida en las estrellas

1 0 0
                                    

Los días pasaron, incluso las semanas, y su estancia allí cada vez se volvía más agradable.

Sí era cierto que muchas de sus compañeras aún la miraban por encima del hombro y se aprovechaban de ella para pasarle sus propias tareas creyendo que, por ser una esclava, esta no sería lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de sus artimañas y aceptaría gustosa, pero nada más lejos de la realidad, pues, sin cambiar ese gesto inocente que ya tantas veces había usado a lo largo de su vida, siempre conseguía boicotear de alguna forma las tareas que le encomendaban, haciendo así que recibieran intensas regañinas de las encargadas por errores que ella misma había provocado. Sin embargo, otras muchas sirvientas, mucho más jóvenes, educadas y amables por lo general, aprendieron rápidamente a convivir con ella como una más, descubriendo que, a pesar de su turbio pasado, Arline era perfectamente capaz de mantener una formal y entretenida charla con cualquiera, y que era una mujer mucho más fuerte y luchadora de lo que las otras les habían contado. Siendo así como, poco a poco, fue agradeciendo cada vez más el haber aceptado el palacio como su nuevo trabajo y hogar.

A pesar de esto, con en todo cielo con su trozo de infierno, las visitas de Victoria eran constantes, mucho más de lo que a ella le gustaría, apareciendo por los lujosos pasillos sin previo aviso disfrazada mientras actuaba de distintos personajes y le exigía el robo de objetos que se iban volviendo cada vez más imposibles de alcanzar, chantajeándola maliciosamente con llevársela de allí y obligarla a regresar a su antigua vida de penurias, llena de castigos, asquerosidades y sufrimientos. Por lo que, muy a su pesar, no veía otra opción que cumplir con los egoístas caprichos de su dueña, cumplir y robar anillos, copas de oro, joyas históricas, ropajes, incluso cuadros valorados en un alto precio, cualquier cosa que la anciana mujer pudiera vender en el mercado negro a cambio de varias monedas que, por supuesto, la joven ni olería.

No obstante, lo que más le dolía de toda aquella situación, no eran las irritantes bofetadas de las sirvientas que se habían autoproclamado sus "superioras" o las amenazas e insultos por parte de su ama que lograba dejarla sin dormir durante los siguientes días, ni siquiera lo era el miedo y la ansiedad provocadas en todo su cuerpo cada vez que ponía en marcha sus improvisados planes para robar, lo que más le dolía de aquella situación, lo que  hacía que apenas pudiera verse al espejo por la vergüenza que se daba a sí misma, era que había un chico, de piel canela, ojos y cabello negro y una sonrisa deslumbrante, acompañada por un par de hoyuelos que juraría poder mirar hipnotizada durante horas, que la esperaba todas las noches para mimarla durante varios minutos en algún rincón escondido del palacio donde nadie pudiera verlos, alagando su aspecto, mucho más natural al que solía llevar antes, dándole suaves masajes en sus hombros para relajarlos tras un duro y agotador día, y dedicándose fugaces e infantiles besos que siempre iban seguidos de pequeñas risas que señalaban la complicidad que tenían entre sí, la relación secreta que guardaban entre esos muros de piedra mientras que sus detestables actos habían conseguido quedar disimulados, a pesar de no ser ninguna profesional del crimen, y continuar como si nada, fingiendo, como siempre hacía, pero quemándose por dentro, pudriéndose y deseando que todo aquello acabara, que su única preocupación fuera el bienestar y la felicidad del contrario, como una pareja normal, de esas que tantas veces había visto en el pueblo, que tanto envidiaba y que tantos sueños le había ocupado, creyendo, como una tonta inocente, que podría tener un futuro mínimamente similar a pesar de su posición social, pero dándose cuenta enseguida de que todo eso no estaba hecho para ella, que nunca podría despertarse libremente a su lado para ver como el amaneciente sol golpeaba su rostro todavía dormido, ni prepararle el desayuno, ni trabajar juntos en el campo o en algún humilde negocio de artesanía, que nunca tendrían su propia casa o siquiera unos hijos a los que amar y cuidar, dándose cuenta de que su destino fue, y siempre será, el de la "prostituta del callejón pedregoso", aquella chica castaña que "trabaja" junto a Victoria.

Y lo aceptaba, lo sentía y lo detestaba, pero lo aceptaba, pues, en aquella época, por mucho que lucharas, gritaras o pelearas, el esclavo ya tenía un rumbo fijo en la vida, ser un objeto, algo que se compra y regala, algo con lo que se trapichea y se usa como mejor convenga, para luego, en su vejez, abandonarlo a su suerte en algún lugar hasta que acaba falleciendo de hambre, sed, o sirviendo de comida para algún animal salvaje del bosque. No tenían más valor, no eran más que eso, y lo odiaba, odiaba esa sociedad en la que los que tienen dinero pueden hacerse con el mundo mientras que los otros, los pobres, los plebeyos, son solo un lastre para la sociedad, por muy bondadosos que sean, por muchas habilidades que posean, si tienen que ir contra alguien, sin duda lo harán contra la clase baja, contra los que tienen menos defensas y menos opciones para defenderse, sin estudios, sin más armas que sus antorchas, sin derechos...

Se preguntaba, cuando el sol caía y su celda se ponía completamente oscura, si algún día, cuando pasasen muchos, muchos años, eso cambiaría, si alguna vez la vida de alguien sin recursos valdría lo mismo que la de alguien que tiene todos sus problemas solucionados, si podrías decidir el trabajar aquí o allí, de esto o de lo otro, si las mujeres tendrían la opción de elegir, sin necesidad de seguir las unilaterales órdenes de sus padres o hermanos, con quién casarse, ya sea rico o pobre, de la ciudad o un forastero lejano, panadera o carnicero, prostituta o bailarín, con quien quisiera, solo importando el amor que grita desde sus corazones cada vez que se juntan, se abrazan y escuchan sus voces susurrar en la penumbra de la noche, solo importando el amor, solo importando ellos, sin depender de nadie más que sus propios sentimientos. Se preguntaba si, en su siguiente reencarnación, podría disfrutar plenamente y sin tapujos del hombre que tantas sonrisas le sacaba, y si era así, rezaba porque esa vida llegase pronto, porque pronto acabara la mísera existencia que le había tocado experimentar y que pronto empezara aquella donde sus mejillas dolieran por las constantes carcajadas.

Rezaba porque así fuera, rezaba para poder cerrar los ojos de una vez y descansar, olvidarse de todo y descansar hasta que su cuerpo se consumiera y su alma regresara con las estrellas, con aquellas que, a pesar de todo, estaba segura de que la cuidaban y protegían de la mejor forma que sabían, aquellas que la acogerían por el resto de la eternidad en un cálido abrazo que curaría y la haría abandonar todos sus males y heridas que la desgarraban por dentro.

Entre tu lugar y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora