Desde los ojos femeninos

1 0 0
                                    

Tratando de regular su agitada respiración, arregló su ropa, subiéndose loa falda, apretándose como pudo el corsé sin ayuda y colocándose los zapatos que tantas heridas le causaban en los pies. Ordenando también su castaño cabello de la forma más decente posible, haciéndose un rápido e improvisado moño bajo con el que se sentía medianamente cómoda.

Justo antes de salir por la puerta se giró una última vez, observando al hombre que le había acompañado desde hace unas horas y acercándose a él para reclamar, con una coqueta y falsa sonrisa, el pago de sus servicios.

— Son 70 monedas -se sentó elegantemente en el borde de la cama, posicionándose al lado del desnudo y rico noble que enseguida se levantó ligeramente para entregarle un saco de cuero con el dinero correspondiente.

— Ahí las tienes, guapa -mostraba picardía en su rostro, aprovechando la tranquilidad para encenderse un puro.

— Muchas gracias, ha sido un placer -se incorporó, haciéndole una reverencia y manteniendo, con todos sus esfuerzos, aquel gesto cordial y amable que cada vez le resultaba más repulsivo.

— Y tanto... ya nos veremos de nuevo -le dio otra calada al puro que mantenía entre dos de sus peludos dedos y le dejó vía libre para que se marchara del extravagante dormitorio, no sin antes darle una fugaz palmada en el trasero a la chica que, por un instante, se sobresaltó, pero que logró recuperar las formas velozmente, saliendo del lugar, cerrando la puerta detrás de sí y caminando por los largos pasillos, que a pesar de que podrían parecer una especie de laberinto ella los conocía como la palma de su mano, hasta llegar a la sala de descanso reservada únicamente para ella y el resto de sus compañeras.

Se sentó, sin mucho ánimo, en un taburete de madera vieja que estaba frente a un desgastado tocador que usaba diariamente para maquillarse y desmaquillarse, comprobando que tanto la sombra de sus ojos como el pintalabios de sus belfos estaban corridos y disparejos, agarrando entonces unos polvos rojos intensos para labios y unos muchos más oscuros que los aplicaría en sus ojos, y acabando su tarea de forma exitosa en cuestión de segundos.

Sin embargo, tras dejar todos los utensilios en su sitio, alzó la mirada hacia el espejo y se mantuvo en la misma postura durante varios minutos, dispersando sus pensamientos poco a poco sin apenas darse cuenta.

En el reflejo veía a una mujer joven, con una piel comparable a la porcelana, un pelo liso y sedoso y unos ojos que, a pesar de no tener un color especialmente llamativo, era la envidia de muchas, no obstante, y a pesar de su físico, aparentemente, ideal, ella percibía un detalle más, algo que nadie tenía en cuenta, pero que ella no podía evitar ver, y es que, esa mujer estaba podrida, podrida por dentro, podrida y sin sentimientos, llena de peligrosos pensamientos que la instaban una y otra vez a acabar de una u otra forma con aquello que tan mal le hacía, que tanto sufrimiento le provocaba, ya fuera su dueña, que la maltrataba y explotaba sexualmente sin descanso, o ella misma, que se torturaba constantemente creyendo que esa pesadilla algún día terminaría. Pero había algo más, un carácter cobarde e hipócrita, miedoso y antisocial, que le impedía realizar las acciones que su corazón gritaba, temiendo a la muerte a pesar de su mala vida, temiendo a la cárcel a pesar de que, posiblemente, fuera mejor que aquel antro, temiendo a que alguien la echara en falta a pesar de que no le importaba a nadie.

Sus ojos, tras escuchar la destructiva cadena de palabras que ella misma se dedicaba, comenzaron a aguarse, obligándola a apartar la mirada del espejo y a incorporarse para poder respirar hondo y contener el llanto para evitar que su maquillaje se volviera a estropear, dejando todo aquello de lado una vez más, como si no importara, como si no fuera algo que la comiera por dentro.

— ¡Arline! -una voz femenina rasposa la llamó desde la distancia- ¡Arline, ven aquí ahora mismo! -la reconoció al instante, el timbre, la forma tan vulgar de hablar y el malestar que creaba en su cuerpo la hacía inconfundible.

— ¡Ya voy, mi señora! -accedió, no teniendo más remedio, y creyendo estar preparada para cualquier cosa que pudiera decirle.

Salió de la estancia y cruzó otro pasillo, mucho más corto y ancho que el anterior, que llevaba directamente hacia el despacho de la que controlaba todo aquel lugar, donde reunía el dinero, preparaba las citas y castigaba severamente a las señoritas que tenía de servicio por el más mínimo error.

— ¡Vamos, que parece que te pesa el culo! -le gritó nada más verla aparecer tímidamente por la puerta.

— Siento mucho la tardanza, ya estoy aquí -se disculpó, realizándole una reverencia y aprovechando para observarla de arriba a abajo.

La anciana mujer, con numerosas arrugas y manchas por todo el cuerpo, portaba las lujosas joyas de siempre, pagadas con el dinero conseguido por ellas, y un largo vestido oscuro que sólo dejaba a la vista la punta de sus manoletinas. Su rostro, tan extravagantemente maquillado, mostraba un gesto impaciente y amenazador que intimidaría a cualquiera que se cruzara con ella, y su pelo, prácticamente gris por las canas propias de su edad, se recogía en un moño alto que se había ido deshaciendo con el pasar de las horas.

— Dame las monedas de tu último cliente -exigió, extendiendo su mano para recibir el dinero que rápidamente fue entregado en su respectiva bolsita- vaya... -hurgó en ella, sacando los objetos dorados de uno en uno para contarlos y asegurarse de que fueran verdaderos- muy bien... muy bien... -dejó el pequeño saco detrás suya, sobre un antiguo mueble con algunos papeles esparcidos- eres muy buena chica... me siento orgullosa de que estés aprovechando así tu juventud y belleza -sonrió, teniendo, a pesar de su orgulloso gesto, un brillo de malicia en sus oscuros ojos.

— Muchas gracias, señora.

— Anda, vete a dar una vuelta por el pueblo y busca a algún caballero que quiera atención.

— Pero, señora... ya es tarde...

— ¿Y? -su mueca se puso seria de nuevo, alzando una ceja y lanzándole una fiera mirada a su esclava.

— Pues que... -trataba de explicarse, delatando el nerviosismo y miedo que sentía con el temblor de su voz- que... a estas horas por las calles sólo andan criminales y...

— Y hombres ricos que quieren acostarse con prostitutas -interrumpió, acabando ella misma la frase contraria.

— Pero...

— ¡Arline! -la poca paciencia que la caracterizaba llegó a su límite, desplegando toda su furia contra la menor que la contempló horrorizada- ¡estaba muy contenta contigo, pensé que empezabas a madurar y a ser una buena señorita, pero ya veo que no, así que, o te vas ahora mismo a acostarte con todos los que puedas o tendré que castigarte de nuevo!

— ¡No, no, por favor! -rogó, más aterrada que nunca, recordando con angustia y dolor sus experiencias pasadas con esa mujer- ¡por favor, se lo suplico, perdóneme! -perdió la fuerza en sus rodillas y cayó involuntariamente al suelo, entrelazando sus dedos y deshaciéndose en pequeñas lágrimas que resbalaban por sus rosadas mejillas.

— Levántate -ordenó, acercándose a ella y mirándola desde arriba- no querrás que se te corra todo el maquillaje antes de tiempo.

— No me castigue, por favor... -obedeció al instante, secándose cuidadosamente los restos de agua con el dorso de su mano y quitándose cualquier mota de polvo que hubiera podido pegarse al vestido mientras estuvo en el suelo.

— No lo haré si te vas ahora mismo a hacer lo que te he dicho.

— Por supuesto, señora.

— ¡Ya!

— ¡Sí, señora! -se giró, tras hacer una última y nerviosa reverencia, y se dirigió hacia la salida.

— Y que sea la última vez que me llevas la contraria -la detuvo con sus palabras, justo antes de que se fuera del lugar- porque no creo que haga falta que te recuerde que no eres más que una sucia prostituta, como tu madre, como yo cuando era joven, no vales nada, Arline, no mereces nada, agradece que una mujer caritativa como yo haya aceptado acogerte y darte un techo, así que mantén esa boca tan bonita cerrada, no hagas que me arrepienta, no te conviene que me arrepienta.


Entre tu lugar y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora