Dilema de esclavo

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Su mente estaba saturada, intentando pensar en algo pero sintiendo cómo podría explotar en cualquier instante. Se le venían muchas ideas, respuestas y soluciones, pero a la vez ninguna, y las pocas que lograba mantener más de cinco segundos dentro de su cabeza no le eran lo suficientemente claras o válidas.

Recordaba una y otra vez las duras, pero ciertas, palabras del caballero, debía dejarla ir, aquella relación no tendría futuro y ambos se darían cuenta y se verían obligados a separarse, más pronto que tarde, por voluntad propia o a causa de sus dueños, que sin duda les darían un severo y doloroso castigo como consecuencia de sus rebeldes actos.

No quería dejarla marchar, no podía, solo de pensar en estar el resto de su vida sin ver su bello rostro le entraban unas enormes ganas de echarse a llorar, tumbarse en su viejo camastro y no volverse a levantar hasta que su cuerpo se marchitara como una flor en otoño. Necesitaba seguir viéndola, seguir tocándola, disfrutar de esa sonrisa y de ese brillo que sus ojos les dedicaban cada noche y que solo él tenía el privilegio de ver, sin embargo, el hecho de imaginársela malherida, atada de manos y piernas, en el sótano destruido del burdel donde la explotaban, sin comer y sin apenas fuerzas para abrir los párpados, le destrozaba el corazón en mil pedazos, rezando porque nada así le ocurriera por su culpa, temiendo por su vida cada vez que se separaban y ella regresaba sigilosamente en el local, quitándose los incómodos tacones para hacer un menor ruido y evitando pisar aquellas maderas que crujían al ser aplastadas.

¿Qué debía hacer?, ¿debía escuchar a su cerebro o a su corazón?, ¿debía seguir con ella a pesar de las posibles consecuencias o sería mejor dejarla ir?, ¿por qué su vida tuvo que ser así?, ¿por qué no podía, simplemente, escoger y pasar el resto de sus días con la mujer que amaba?, ¿acaso había hecho algo mal en otra vida?, ¿acaso se merece ser un simple esclavo sin ninguna clase de derecho?

Caminaba cabizbajo por los pasillos de palacio, ya con su cabellera seca y unas nuevas prendas de ropa cubriendo su piel, con el mismo semblante serio y distraído que había llevado en su rostro desde que se separó de Elvin, pensando, una vez más, en aquellas incógnitas a las que, tal vez, nunca podría contestar, en aquellas decisiones que, desgraciadamente, tendría que tomar en poco tiempo, y en aquellos momentos con la doncella que ya quedaron y quedarán para siempre en el pasado.

— Al fin le encuentro -un hombre, no muy robusto ni alto, ni muy guapo o talentoso, pero con unos ropajes mucho más elegantes que los propios, se interpuso en su camino, frenándole de golpe y devolviéndole a la realidad con un leve carraspeo- ¿dónde se había metido?, le llevo buscando toda la mañana.

— Ehhh... yo... estaba en...

— No importa, no importa -hablaba de forma apresurada, siendo notable su nerviosismo por el temblor de su voz y de su cuerpo entero, cosa que no le resultaba para nada extraña al bailarín, pues el asesor del conde siempre iba de un lado para otro cumpliendo los recados y caprichos del noble con la mayor velocidad y precisión posible- el Señor le llama, tiene que dirigirse al comedor de inmediato, debe hablar con usted, no tarde -volvió a andar, casi correr, en otra dirección en cuanto acabó la frase, perdiéndole de vista en cuestión de segundos y quedándose solo de nuevo en las infinitas estancias del lugar.

Sin hacerse de rogar, tomó rumbo hacia el lugar indicado con la esperanza de recibir una tarea que pudiera entretenerle y evadirle de sus amargos pensamientos,  siendo recibido por los dos guardias, que apenas conocía de vista, que se encargaban de acompañar y de asegurar estrictamente la seguridad del conde y su familia, que, tras dedicarle una fugaz mirada de pies a cabeza, le abrieron las dos altas puertas de par en par para que pudiera pasar libremente, escuchando cómo estas fueron cerradas de nuevo nada más ingresó a la sala.

Entre tu lugar y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora