|Epílogo|

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El sol que estaba dibujando no era como él quería que le quedara, pero tampoco iba a comenzar a borrar toda esa “obra de arte” que había hecho en tan sólo cinco minutos. Los crayones estaban esparcidos sobre el suelo, su estómago descubierto estaba frío debido a que estaba acostado, y su ceño estaba fruncido.

Había quedado horrible.

Verdaderamente horrible.

Gruñó, y arrugó el papel, haciendo una bolita y tirándola hacia atrás. El papel arrugado fue a acompañar a otros catorce que estaban de la misma forma, desparramados sobre el suelo, la mesa ratona, y los sofás.

Estaba haciendo un desastre, pero no le importaba.

No era su culpa que lo hubieran dejado solo en la casa, o que, mejor dicho, se hubieran olvidado de él.

El cumpleaños número veinticuatro de su tía Clara había sido interrumpido gracias a que se había puesto a chillar como loca, alertando a todos. Él, que estaba comiendo en ése momento un riquísimo bocado de puré que le estaba brindando su papá, comenzó a llorar, revoleando la cuchara, porque no lo dejaban comer tranquilo.

¡Se habían puesto todos a gritar!

¡Y él era el único que podía gritar en esa casa!

En la casa de su mamá no pasaba eso, ¡nunca había ocurrido semejante cosa!

Además, no es que se hubieran dado cuenta rápido de que se estaban olvidando de él. ¡No, claro que no! ¡Ya era de noche y nadie volvía!

Hizo un puchero.

Quería que alguien fuera a buscarlo, quien sea. ¡Hasta aceptaría que lo cargara su tía Jess, que siempre le dejaba el pintalabios corrido en la mejilla cuando le daba un beso! ¡No le importaba quedar así con tal de que fuera a su rescate!

Apoyó la mejilla sobre la nueva hoja de papel, bufando.

Estaba aburrido. Ya no quería dibujar.

Quería mirar la televisión.

Pero la de abajo no tenía programación con YouTube, y él quería mirar esos vídeos que su tía Mel le ponía todos los sábados, cuando iba a su casa a jugar con su perro Mike. La que necesitaba estaba arriba, pero no le dejaban subir las escaleras.

Se echó de espaldas, con los brazos y las piernas extendidas, y se puso a mirar fijamente el techo amarillo, intentando buscarle formas a las sombras que proyectaba la luz de la lámpara.

Descubrió un dinosaurio, un pastel, y un biberón.

Tenía hambre.

Pero también tenía ganas de ir a hacer pis.

Su papá le había dicho que estaba prohibido para él esas cosas en las que orinaba cuando era más pequeñito, debido a que estaba creciendo y no podía usar esos llamados “pañales” toda la vida. Iba a comenzar el colegio en un año, y sería vergonzoso que todos sus compañeros estuvieran usando calzones y él no.

Así que, si comenzaba a orinar, mojaría todo el suelo.

Y ahí, su padrino Diego lo mataría, porque era un hombre que estaba totalmente obsesionado con la limpieza. Desde que la panza de su tía Clara se había comenzado a inflar, no había parado de desinfectar a todo el mundo con alcohol, trapear el suelo con perfumes, y hacerse cargo de que todo estuviera reluciente, para que ella no tuviera que hacer esfuerzo.

¿Qué era? ¿Una princesa?

Se quejó cuando su estómago gruñó.

Estuvo a punto de levantarse, pero escuchó el tintineo de unas llaves siendo movidas al otro lado de la puerta. Tres segundos después, alguien había entrado en la habitación, con los pelos apuntando hacia todas las direcciones posibles, y las mejillas sonrosadas.

LAS HUELLAS DE LOS RECUERDOS [✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora