Axel

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Vale, esto era lo último que me esperaba que ocurriera cuando recibí la llamada de mi padre pidiéndome la comida.

Encontrarme a Evelyn bastante cansada, pese a sus esfuerzos por esconderlo con maquillaje, y tomando un café como si realmente necesitara la cafeína en ese momento era algo que, no solo me sorprendió al verla en otro lugar que no fuera la cafetería, sino también hizo que me preocupara bastante.

Como futuro médico, podía ver que ella no estaba bien. Al verla con algo distinto a un chándal viejo para trabajar, me dio la sensación de que ella estaba demasiado delgada y que no dormía lo suficiente.

Cuando hablé con ella, enseguida me dedicó una mirada de desconfianza y parecía bastante irritada. No dejaba de estar a la defensiva y, al querer preguntarle si estaba bien, no tardó en decirme que seguía negándose al matrimonio. Supuse que era una respuesta automática por parte de ella después de haber estado preguntándoselo durante todo un mes, pero noté que me respondió bastante decaída, en lugar de con su característico sarcasmo de todos los días.

Aunque, tampoco hice nada por detenerla y seguí mi camino hasta el despacho de mi padre. No estaba lejos de la sala de espera en la que me había encontrado con Evelyn, ya que siempre ha querido estar cerca de los pacientes hospitalizados con mayor gravedad, así que no tardé ni dos minutos en encontrar la placa con el nombre de "Dr. Raphael Soto" en la puerta.

Llamé tres veces antes de abrir la puerta y asomarme, descubriendo que mi padre estaba en medio de una llamada telefónica. Estuve a punto de cerrar la puerta de nuevo, cuando me hizo un gesto para que entrara en el despacho.

—De acuerdo —hablaba mi padre por teléfono mientras entraba en el despacho haciendo el menor ruido posible y me sentaba frente a él—. Diles a todos los jefes médicos que nos reuniremos mañana para tratar este asunto. Muchas gracias —se despidió antes de colgar el teléfono—. ¡Vaya, hijo! No me esperaba tu visita a mi lugar de trabajo, ¿qué ocurre? ¿Tu abuela está bien?

—Sigue sin acceder a venir al médico, así que debe sentirse como siempre —le respondí, entregándole la pequeña nevera—. Y tú me has llamado diciéndome que te has dejado el almuerzo, deja ese tono de sorpresa.

—Gracias, hijo —dijo con una sonrisa—. Creía que estaba condenado a comer esa asquerosa ensaladilla, me has salvado la vida.

—Para eso están los hijos...

—¿Ibas a algún sitio con la mochila? —preguntó mi padre, arqueando una ceja.

—Papá, sigo siendo estudiante de medicina —le dije—. Tendré que pensar en qué especializarme.

—A otro perro con ese hueso, hijo, que los dos sabemos que aún no sabes si hacer la residencia y has hecho el examen por tener la nota para un futuro —reía, y yo no pude evitar sonreír—. Aunque me alegro de que pienses en tus salidas laborales, eso dice mucho de ti.

Me había graduado con honores en la carrera de medicina, pero, cuando iba a apuntarme para el programa de médico interno residente, sufrí un cuadro de ansiedad y mi padre prácticamente me arrastró a la consulta del psicólogo del hospital. Quien nos explicó que podía haber sido por la constante presión que sentía a la hora de estar a la altura de su apellido y familia, por lo que me recomendó tomar un año sabático para que pensara si realmente quería hacer la residencia o no. Aun así, ya había hecho el examen del MIR, y ahora podía respirar tranquilo.

Mi padre, como buen profesional y padre preocupado por su hijo, no se puso en contra de la recomendación de otro médico y me apoyó de tal manera que me aseguró una plaza en el hospital en el que trabajaba para cuando quisiera hacer la residencia. Aunque decidimos no decirle nada a mi abuela, con la intención de no preocuparla con este asunto.

Un amor por casualidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora