modo que no lo cumplí.
Gastón se sonrojó un poco y miró al otro lado, por la ventanilla.
—¿Se quedó Bergen con tus cosas? He visto a una mujer con uno de tus vestidos...
—¡No, no! Ésa era Helga, la fregona. Le encantaba el vestido y, como no tenía nada que ponerse para la boda de su hermano, se lo regalé. Yo no lo necesitaba. —Rió—. En Rosewood, apenas salgo.
Gastón no sonrió.
—¿Y el medallón?
—Lo perdí desgraciada pero justamente en una partida de cartas —le explicó, sonriente. Su hermano siguió mirando por la ventanilla, silencioso, demasiado silencioso.
Dios, ¿qué había hecho? Cuando había entrado en el estudio de Máximo con el documento por el que renunciaba a las propiedades y la fortuna de Bergen, casi había podido oír los alaridos de protesta de Bartolomé desde el otro lado del mar del Norte. Hasta Máximo la había mirado como si estuviese loca. El había entendido, en cuanto había llegado de Suiza, lo que Bartolomé había hecho. Todo el patrimonio de Helmut a cambio de un heredero, ¡qué absurdo! El anciano senil ya octogenario había firmado sin pensar un documento por el que ella se quedaba con todo a cambio de nada. Máximo la había despreciado por aquella farsa matrimonial y ambos habían soportado aquella violenta situación durante muchos meses hasta la muerte de Helmut.
Al fallecer éste, Máximo se había hecho con el título y, libre al fin para decir y hacer lo que le viniera en gana, había tachado a Lali de ladrona. Y con razón, según lo entendía ella. Bartolomé se había aprovechado de Helmut. Tan convencida estaba, que había ignorado las cartas de la señora Peterman, en las que el ama de llaves dejaba entrever la lamentable situación de Rosewood. Debía ignorarlas, porque no era ético que se apropiara de la herencia de Bergen. Como era lógico, Máximo había coincidido con ella. Cierto era que se había suavizado un poco en las últimas semanas, si es que un hombre con el corazón de piedra podía suavizarse, pero eso no había cambiado nada.
Hasta aquel preciso momento, momento en que se arrepentía de haber rechazado el que podía ser el único medio de subsistencia de Rosewood.
—Por todos los santos, tengo ya veinticuatro años —espetó, de pronto consciente de la gravedad de lo que había hecho—. Veinticuatro —repitió, gesticulando enfática—. ¿Cómo he podido ser tan impetuosa?
—No es culpa tuya, cielo —la tranquilizó Gastón.
La inundó una ola de admiración. Cuánto quería a su hermano. Aún no había logrado dejar de sentirse culpable por su cojera. La fiel ama de llaves de Rosewood, la señora Peterman, sostenía la teoría de que Lali no había podido perdonarse nunca el hecho de haber salido ilesa de aquel accidente, de haber discutido a sus nueve años con su hermano de cinco, quien finalmente se sentó junto al cochero, o de que Gastón hubiera salido despedido después de sufrir el percance que le mutiló la pierna y acabó con la vida de sus padres. Además, a juicio de la señora Peterman, el sentimiento de culpa de Lali era lo que la llevaba a esforzarse tanto por Rosewood. Lali era menos romántica al respecto: se esforzaba porque amaba su hogar.
Durante los primeros años tras la muerte de sus padres, la finca había ido bastante bien, y Bartolomé había optado por criarlos bajo la máxima de «ojos que no ven, corazón que no siente». Gastón había proseguido su formación en la escuela parroquial y a ella la habían sometido al severo tutelaje de la esposa de Bartolomé, lady Julia Espósito. La tía Julia se propuso inculcar a su pupila toda la elegancia y el decoro femeninos de que era capaz. La vieja arpía logró su propósito hasta su fallecimiento, hacía ya diez años, y a Lali le había ido muy bien en Rosewood. Muerta su tía, Lali se negó a aprender una sola cosa más del arte de ser una dama y se inició en el estudio de cosas útiles, como técnicas agrícolas, citas y proverbios, e idiomas.
Sin embargo, con los años, la finca se había precipitado hacia el abismo de la pobreza. Mientras Bartolomé gastaba la menguante herencia de los hermanos, como su estatus legal de tutor forzoso le autorizaba a hacerlo, Gastón y Lali vivían prácticamente al día. Las pocas tierras que les quedaban, de las que no se había apropiado aún la parroquia, pronto se tornaron sobre-utilizadas e improductivas.
Había sido idea de la señora Peterman aceptar al primer inquilino diez años antes. Se llamaba Estefano, un pánfilo quinceañero y, al parecer, una vergüenza para su acaudalada familia. El vicario de la diócesis lo había dispuesto todo: a cambio de un lugar donde instalar a su hijo para perderlo de vista, el padre de Estéfano ofrecía un estipendio que al menos les permitía llevar comida a la mesa. El trato había resultado tan provechoso que el vicario le había propuesto a la señora Peterman el alojamiento de huérfanos en la finca por un pequeño estipendio de la parroquia, con lo que había llevado más dinero a lo largo de los años.
Su tío había aceptado de muy buena gana las cantidades insignificantes que le proporcionaban los desafortunados muchachos y a Lali le había satisfecho el trato, hasta que Bartolomé había convencido al moribundo Helmut Bergen de que aceptara una propuesta matrimonial por completo descabellada, valiéndose de poco más que un pequeño retrato de Lali. Al principio, se había negado rotundamente, pero luego, bajo la insoportable presión de su tío, lo había hecho por Rosewood y por los niños.
¡Los niños! ¡Qué ganas tenía de verlos! Estaba Alaí, de pelo rubio y grandes ojos verdes, y Cristobal, que soñaba siempre con el día en que pudiera ser pirata de verdad. Luego estaban Mateo, al que le gustaban los libros tanto como a Lali, y la pequeña Luz, una rubia preciosa que adoraba a Gastón. Y, cómo no, Leo, el querido Leo, el más brillante y trágico de todos ellos. Nacido de una ramera de taberna, el pobre niño llevaba desde su nacimiento una marca color púrpura que le cubría media cara.
Con los años, Lali había llegado a aceptar que la muerte de sus padres había sido una bendición. De no haber sido por aquel horrendo día de primavera, Gastón y ella jamás habrían conocido a los internos, que lo eran todo para ella. Y pensar que había perdido la única oportunidad que tenía de mantenerlos... ¿Qué demonios iba a hacer ahora?
Lali miró a Gastón, que había viajado miles de kilómetros para ir a buscarla, y le tomó la mano impulsivamente.
—¡Ay, Gastón! ¡Lo he echado todo a perder!
Gastón le pasó un brazo por el cuello.
—Hiciste lo correcto, cielo. Saldremos adelante —la tranquilizó—. Siempre lo hemos hecho, y seguiremos haciéndolo sin necesidad de robarle a un anciano moribundo. Hiciste lo correcto —repitió.
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Todo o nada
FanfictionAlgo inesperado tocó por la espalda Tengo todo, pero si te elijo me quedo con ¿nada?