Epilogo

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Bruno Lanzani nació en Sutherland Hall a finales del otoño de 1830 con los ojos oscuros de su madre y una buena mata del pelo castaño de su padre. Era un niño fuerte y, cuando su padre lo cogió en brazos por primera vez, sintió una corriente de amor interminable que le nació en las yemas de los dedos de los pies y le supuró por todos los poros de su piel. Con Elena asomada por encima de su hombro, le metió un dedo en la boquita. Los deditos diminutos del bebé se enroscaron en el suyo haciendo que pareciera una inmensa salchicha. Emocionado, se volvió hacia Lali.

—¡Qué bonito es! Bonito y perfecto —dijo Peter, orgulloso.

—Hace media hora no te parecía perfecto —le replicó ella con una sonrisa cansada pero llena de orgullo.

El duque se acercó al borde de la cama con el recién nacido en un brazo y se sentó con cuidado al lado de Lali.

—Entonces no prometía mucho.

Ésta rió y le tendió los brazos. Peter le pasó el bebé con cuidado y luego observó con verdadera fascinación cómo le daba el pecho. La visión de una madre con su hijo resultaba hermosamente conmovedora y a Peter le costó contener la emoción.

—Era de los llorones, ¿verdad? —Lali sonrió mientras le acariciaba la mejilla al bebé—. «Quejidos de mi madre, llanto de mi padre, emergí hacia el peligroso mundo, indefenso, desnudo, a los chillidos, como un demonio oculto en una nube.» —Bostezó y se perdió el divertido gesto de Peter.

Elena rió; todos estaban ya acostumbrados a las pequeñas citas de la duquesa para cada ocasión.

A éste no tardaron en pesarle los párpados, pero el pequeño Bruno no parecía en absoluto saciado. Ante la mirada de preocupación de Peter, entró la nueva enfermera del bebé y se lo llevó.

—Va a ser un chiquitín muy sano, excelencia —dijo mientras le cogía el niño a su madre.

—Claro que sí. Será líder de hombres —suspiró Lali, cerrando los ojos.

Peter se inclinó y le beso la frente con suavidad.

—Gracias, cariño. Mi hijo es el mayor regalo que me has hecho nunca —le susurró.

Sin abrir los ojos, Lali sonrió. Peter se llevó su mano a los labios y le besó los dedos, luego salió de la habitación con su madre para que su esposa pudiese descansar.

En el verano del año siguiente, cuando Peter estuvo convencido de que su robusto pequeño estaba lo bastante crecido para viajar, se llevó a Lali y al pequeño Bruno a un Dunwoody extensamente renovado. Llegaron con una camarilla de enfermeras y doncellas, y llenaron la vieja mansión de una vida que llevaba decenios sin ver. Las risas de los niños y los gorjeos de un bebé feliz podían oírse en todos los rincones de la casa.

Cuando Pablo fue a visitarlos varias semanas después, se encontró al duque y a la duquesa sentados en los jardines de la parte posterior, viendo jugar a un grupo de niños traviesos en el campo de petanca que había a sus pies. Cerca de allí, una enfermera rechoncha vigilaba al heredero de la fortuna de los Sutherland.

—Dios mío, ¿es éste el mismo Dunwoody? —preguntó gratamente sorprendido tras intercambiar saludos cariñosos y acomodarse en una silla de hierro forjado.

—Increíble, ¿verdad? —rió Peter.

Señaló a un joven de unos catorce años que estaba de pie en medio de los niños con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía la cara marcada por una gran mancha púrpura, pero ninguno de los otros niños parecía notarlo. Una niña se le colgaba de una pierna mientras el joven miraba desde arriba al maestro Lanzani.

—Ése es Leo —explicó Peter—. Colgada de su pierna está la más ferviente admiradora de mi hijo, Luz. Se empeña en colmar a Bruno de besos, algo a lo que Leo se resiste encarnizadamente. Tiene miedo de que lo consiga y me parece que yo también.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora