Capitulo 13

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La Temporada social comenzó de verdad en los tres días siguientes a la recepción de Granbury, y Lali asistió a más fiestas y tés que en toda su vida. Pasaba los días yendo de aquí para allá con el fin de que la vieran en todos los sitios importantes, y el torbellino de actividad social empezó a hacer mella en su insignificante guardarropa.

De pie en el tocador de señoras del baile de Harris, Lali se estiró el vestido de brocado azul zafiro cubierto de una fina gasa. Le apretaba tanto que temía que el pecho se le fuera a salir por el escote al menor tropiezo. Lo empeoraba el haber descubierto que era incapaz de peinarse sin la ayuda de la señora Peterman. Había recurrido a un recogido sencillo, en absoluto a la altura de los dictados de la moda.

Se estiró el vestido una vez más antes de salir del tocador al rellano atestado de gente. Despacio, se dirigió al comedor, donde se había preparado un abundante surtido de comida a modo de bufé. Cogió disimuladamente un pedazo de queso y se introdujo en el salón de baile, donde ardían decenas de velas en enormes candelabros de cristal, colgados de historiados frisos en el techo. Al fondo, cinco juegos de puertas francesas se abrían a un amplio mirador y a los jardines que se encontraban detrás, permitiendo que entrase el aire en la atestada casa.

Lali aceptó agradecida un vaso de ponche de un lacayo y se apostó a un lado, examinando el opulento entorno, hasta que vio a Máximo al pie de la gran escalera de caracol. Sus ojos recorrieron despacio la multitud; la vio casi a la vez que ella a él.

Ella frunció el cejo. El conde sonrió y empezó a avanzar decidido hacia ella. Lali suspiró, apuró el ponche y, con un sigilo que cualquier ladrón de joyas habría querido para sí, se desplazó de prisa y en silencio, pegada a la pared, con los ojos fijos en la muchedumbre para asegurarse de que el bávaro no le daba alcance. En ésas, se tropezó con Rocío Pritchit.

—Cielos, Rocío, ¿qué haces aquí? —exclamó al darse cuenta de que había chocado con su amiga tras las hojas enormes de una planta alta. Con su vestido de satén fucsia y su pelo recién cortado, Rocío le recordó a una triste muñeca de porcelana—. Te veo pálida. ¿Te encuentras bien?

—También tú lo estarías si tu madre te estuviese llenando el carné de baile —murmuró la joven.

—¿No quieres bailar? —inquirió Lali.

—Claro que sí, pero ¡no me deja bailar con cualquiera! Tienen que tener título, y de conde para arriba —masculló desolada—. La muy ilusa está empeñada en que baile con el duque de Sutherland, ¡ni más ni menos! De verdad cree que con que baile una cuadrilla con él conseguiré despertar su interés —protestó asqueada.

—¿Está aquí?

—¡No creo! Rara vez asiste a esos actos y, aunque lo hiciese, no tendría el más mínimo interés en bailar conmigo, te lo aseguro —gruñó Rocío, lastimera.

—¡Ay, Rocío!, ¿y por qué no? —repuso Lali—. ¡No puedo imaginar un solo hombre que no quisiera bailar contigo!

Rocío sonrió, sumisa.

—Eres muy amable, pero no lo entiendes. El duque de Sutherland es uno de los hombres más populares de toda Inglaterra. Todas las mujeres de este salón querrían bailar con él. Si decide bailar, y nunca lo hace, no creo que se digne ni a mirarme. Además, cielo santo, si lo hiciera, mi madre se pondría completamente en ridículo.

Lali se encogió de hombros. Sin duda se trataba de otro aristócrata pagado de sí mismo. Un hombre así no le convenía a

Rocío en absoluto.

—Es un imbécil —dijo con gran autoridad, sin percatarse de la mirada de horror de su amiga—. ¡Tengo una idea! Ven conmigo al fondo del salón, ¡tu madre no nos encontrará allí! Puedes decirle que has perdido el carné de baile y bailar con quien te plazca.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora