Capitulo 8

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Era muy extraño, pensó Peter, que una joven de clase tan distinta lo tuviera tan embobado, pero debía confesar que lo había embrujado. Lali Espósito estaba tan llena de sorpresas como de sonrisas. Y era hermosa. Cielos, era preciosa. El verla vestida con pantalones de hombre casi había sido su perdición. Su cuerpo era un compendio de curvas femeninas: pecho abundante, cintura fina y caderas suavemente torneadas bajo las que imaginaba dos piernas perfectas. Tras su pequeño paseo a lomos de Júpiter, la sensación de su cuerpo pegado al de él lo había atormentado varios días.

El día anterior, en Pemberheath, ella había vuelto a pillarlo desprevenido. Se la había encontrado en la tienda de ultramarinos, enfundada en un vestido de lana azul claro, su densa melena recogida en un moño, discutiendo con el dueño el precio de la harina molida. Un ángel de azul, pensó, cuyos ojos, danzaban de emoción cuando, ataviada con su elegante vestido, se detuvo para agradecer enfáticamente al dueño el sebo que había enviado a Rosewood.

Acababa de empezar a nevar cuando él la acompañó fuera, tras haber logrado camelar al tendero para que ajustara el precio de la harina, confundiéndolo con más de una cita oscura apropiada para la ocasión. Jamás olvidaría el júbilo de ella al atrapar un copo de nieve gordísimo con la lengua. Ella le había comentado risueña que él parecía provocar cambios en el tiempo siempre que se lo encontraba, pero él pensó que nada podía compararse con la tormenta que ella desataba en su interior.

Peter hizo girar la carriola, con un trineo a remolque, hacia la carretera que conducía a Deadman's Run. Se le había ocurrido el día anterior, cuando había empezado a perseguirlo aquella idea. Por raro que pareciese, se había sorprendido pensando desesperado en un modo de volver a verla mientras ella echaba el saco de harina en la carreta y se sentaba junto a Estefano. Le había propuesto ir a montar en trineo. ¿En trineo? El no lo hacía desde que era niño. ¿De dónde demonios se podía sacar uno? Por suerte, descubrió que el herrero los vendía, carísimos. Al parecer, eran trineos antiguos que pertenecían a algún antepasado. Había estado acondicionándolo hasta altas horas de la madrugada.

Mientras la carriola y el caballo avanzaban por la nieve, Peter se preguntó, distraído, por qué no le decía quién era. Quería hacerlo, pero no encontraba el momento. Y en realidad daba igual. Se iría en unos días y, probablemente, jamás volviera a verla. Además, lo reconfortaba ser un hombre sin título.

Como le había prometido, la señorita Espósito estaba en la cima de la colina con los niños, espectacular con su capa roja y sus botas viejas. Los niños eran un amasijo de brazos y piernas inquietos, completamente descontrolados de emoción. Alaí parecía algo preocupada y cada vez que Peter se volvía, la niña hacía un aspaviento, como si tuviera tres ojos. La niña Luz, aquella preciosidad de tirabuzones rubios, aún tenía lágrimas de desilusión en los mofletes, porque, según le comentó llorosa, Gastón no había ido con ellos.

—Buenos días, señor Lanzani —lo saludó contenta Lali, con una deliciosa sonrisa en los labios. Se dirigió a los niños sin perderla—. El señor Lanzani presume de saber montar muy bien en trineo, y me ha pedido que le deje demostrároslo.

Peter no había hecho semejante cosa. Frunció los ojos, risueño. —Y la señorita Espósito asegura que ella puede batirme, y me ha pedido que le deje demostrároslo. Ella le lanzó una mirada asesina. —¡Vaya, señor Lanzani, eso suena a desafío! —Lo es, señorita Espósito. —Miró a la cima de la colina—. Bueno, Leo, ¿les enseñamos cómo se hace?

Mateo y Cristobal rodearon de inmediato a Leo para darle instrucciones. El niño, que se avenía a todas ellas, les aseguró que sabía lo que hacía y, cogiendo el trineo que Peter le ofrecía, empezó a subir entusiasta la colina.

Mientras esperaba a que Leo colocara su trineo, Peter veía reír a Lali con los huérfanos y su corazón se llenó de una peculiar emoción. Al verlos agolparse a su alrededor, con el rostro henchido de admiración, Peter supo lo importante que debía de ser recibir el regalo de su cautivadora sonrisa. Jamás se le había ocurrido mirar a un niño en las pocas ocasiones en que los había tenido cerca. Tampoco lo haría en aquel momento de no ser porque entre ellos podía encontrarla a ella, y porque, por extraño que pareciera, le encantaban aquellos mocosos. Tragó saliva para diluir la emoción que lo embargó de pronto al ver a Leo sacudirse la nieve de las manoplas.

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