Capitulo 21

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Peter no podía creer lo que estaba haciendo. Sentado en un faetón, en Russell Square, con un ramo de gardenias en el regazo, le costaba creer que hubiese ido realmente a verla. Cielo santo, ni siquiera recordaba la última vez que había ido a ver a una mujer. Pero no le quedaba otra opción, después de dos días y dos noches de inquietud creciente en Londres, había decidido que necesitaba verla y resolver de algún modo su lucha interna, o volverse loco. Eso suponiendo, claro, que no estuviese ya de atar.

Llevaba al menos quince minutos sentado en el coche a la puerta de la casa. Al llegar a la plaza, había visto al bávaro salir de la vivienda con una caja al hombro llena de algo que parecían tomates. Peter odiaba al gigante por estar en Londres, por seguirla a todas partes. Por cargar con la condenada caja de tomates.

Una pareja de ancianos pasó por delante y se lo quedó mirando, intrigada. Suspiró y se obligó a bajar del coche. Cogió las gardenias, se dirigió a la puerta principal y llamó. Un hombre menudo le abrió casi inmediatamente y lo miró con gran recelo.

—Buenos días. ¿Está en casa la condesa de Bergen?

—Tarjeta —sentenció el hombrecillo.

Obediente, Peter se sacó una del bolsillo del abrigo y la depositó en la bandeja que el anciano le plantó delante. El mayordomo echó un vistazo a la tarjeta y lo sobresaltó cerrándole la puerta en las narices. Peter descansó su peso en la otra pierna, sintiéndose completamente ridículo por tener que esperar allí plantado como si fuese un jovenzuelo conquistador. Por suerte, el anciano de pelo cano no tardó en abrir la puerta de nuevo.

—Salita —proclamó y, con la cabeza, le indicó el camino.

Peter le dio las gracias de modo similar y entró. Increíblemente, logró contener su gran sorpresa al ver la inusual decoración. Camino de la puerta que el mayordomo le había indicado, sólo se detuvo a mirar con detenimiento una armadura completa.

Entró en la salita y echó un vistazo alrededor. Para gran decepción suya, descubrió que Gastón Espósito estaba sentado solo en aquella estancia.

—Usted debe de ser el señor Espósito. Soy Peter Lanzani, duque de Sutherland.

—Sé quién es —respondió el joven, y se levantó despacio de su asiento, enderezándose para alcanzar más altura, y se acercó cojeando al escritorio principal.

Algo cohibido, Peter se cambió de brazo el ramo de gardenias que traía.

—¿Está en casa la condesa de Bergen? —inquirió, incómodo por tener que preguntar.

—No. Ha salido con lord Westfall —replicó Gastón con frialdad, luego se cruzó de brazos, más por mantener el equilibro, al parecer, que por afectación.

Molesto al saber que había vuelto a salir con David, Peter suspiró.

—Entiendo.

—¿Seguro?

El tono amargo del comentario lo sorprendió.

—¿Cómo dice?

—Mi hermana no es ninguna vividora. Es una joven sencilla. Y no entiendo, se lo juro, por qué la persigue.

Eso era lo que Peter llamaba ir directo al grano. El condenado ramo de gardenias empezaba a irritarlo y se lo pasó nervioso al otro brazo.

—Disculpe, señor Espósito, pero yo no persigo a su hermana —le replicó con aspereza—. Sólo vengo a hacerle una visita de cortesía.

—¡No voy a cruzarme de brazos mientras juega con ella! —anunció Espósito, inflando su joven pecho—. No hay razón alguna por la que deba visitarla. Ella pertenece a un estatus social inferior y, dado que usted va a casarse, sólo puedo concluir que está jugando con ella.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora