Capitulo 3

77 6 0
                                    

Sutherland Hall, Inglaterra.

Juan Pedro Lanzani se apeó del elegante tílburi en cuanto éste se detuvo delante de su inmensa mansión georgiana de Southampton. Tras saludar al lacayo con un gesto seco, entró por la puerta de doble hoja de roble al vestíbulo de mármol donde otros dos lacayos lo esperaban con su mayordomo, Finch.

—Bienvenido a casa, excelencia —dijo el hombre con una reverencia.

Peter le tiró el sombrero a un lacayo.

—Finch —respondió sin entusiasmo, y le entregó al mayordomo sus guantes de piel—, puedes comunicarle a mi madre que he vuelto. ¿Dónde tengo la correspondencia? —preguntó mientras se estiraba los puños franceses de su camisa de seda.

Otro lacayo ataviado con la librea plateada y azul del duque de Sutherland se acercó para despojarlo de su capa.

—En el estudio, excelencia.

Peter asintió con la cabeza y recorrió a toda prisa el pasillo de mármol, acompañado del leve crujido de sus Wellington relucientes bajo su paso resuelto. Ni miró el nuevo damasquinado de las paredes, ni las docenas de rosas dispuestas en las consolas del vestíbulo. Al cruzar la puerta de su estudio, se deshizo del abrigo, lo tiró descuidadamente a una silla de abultada tapicería en terciopelo verde y se encaminó al historiado escritorio Luis XIV del centro de la estancia.

—Whisky —le dijo a un lacayo mientras tomaba la correspondencia.

Instalado, muy digno, en una silla de cuero corintio color burdeos, examinó con detenimiento los montones de cartas acumuladas durante las dos semanas que había pasado en Londres. Además de la habitual correspondencia de negocios, había algunas invitaciones a eventos sociales. Esas las echó a un lado. Sus ojos se posaron en una misiva lacrada con el sello de sus abogados de Ámsterdam. Ignorando el whisky que el lacayo le había dejado junto al codo, la abrió. La miró por encima y maldijo en voz baja.

¡Cielos, más problemas con la condenada compañía de trueque! Arrugó bruscamente el nuevo informe de pérdidas y lo lanzó al otro lado de la estancia, en dirección al fuego. Por si el reciente episodio de pérdidas no fuera suficiente, los aranceles británicos lo estaban asfixiando. Aunque contara realmente con un cargamento, los impuestos sobre la importación eran tan abusivos que ésta resultaba casi inviable económicamente.

Inquieto, se puso en pie y cogió su whisky, despidiendo al lacayo con un brusco movimiento de cabeza mientras se dirigía a los ventanales del otro lado de la estancia. Contempló la vasta extensión de césped verde y el mirador al borde del lago que señalaba la tumba de su hermano. A Juan Pedro Lanzani, vizconde de Bellingham, no le correspondía ser el duque de Sutherland, con todas las responsabilidades derivadas de la fortuna familiar. Ese iba a ser Victorio; a él le tocaba ser el segundo hijo, el que contara con títulos menores y dispusiera de tiempo para entretenerse con aventuras mundanas.

Quizá algunos pensaran que había vivido aventuras suficientes para toda una vida, pero él no estaba de acuerdo. Cuando Victorio aún vivía y cumplía con sus deberes de duque, Peter se sentía presa de un tedio sofocante. Al enterarse por un viejo amigo de la familia de los tesoros que su hermano había descubierto en África, Peter había aceptado encantado su propuesta de acompañarlo en el siguiente viaje. Aquella experiencia en la llanura del Serengueti había agudizado su apetito de verdadera aventura. Desde entonces, había ascendido al Himalaya, había viajado a Oriente en barco y había descubierto los parajes vírgenes de América.

Era un tipo de vida que le sentaba bien y que aún anhelaba, pero un trágico accidente cuando montaba a caballo se había cobrado inesperadamente la vida de Victorio hacía cinco años. Recordaba con amargura el día en que lo habían hecho llamar y, al llegar a casa, se había encontrado con el cuerpo sin vida de su querido hermano y con su automática conversión en duque. Sus responsabilidades cambiaron tan de repente como la actitud de los que lo rodeaban: las personas con las que se relacionaba, conocidas y desconocidas, se mostraban afanosamente diligentes en su presencia. Así, aparte de tener que superar su pérdida, se vio de pronto al mando de un poderoso ducado y una inmensa fortuna. Ya nunca más había dispuesto de un par de meses de ocio para explorar tranquilamente el mundo.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora