Capitulo 4

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Elena Lanzani, viuda del duque de Sutherland, miró a Peter por encima del borde de su copa de vino y suspiró discretamente. Su hermoso rostro y sus cálidos ojos verdes no dejaban traslucir emoción alguna. Sabía que era una tontería, pero Peter le había preocupado desde el mismo día en que había asumido el título. En contraste con Pablo, que disfrutaba de todos los días como si fueran un nuevo comienzo, él parecía tomarse cada día demasiado en serio, como si el éxito de cada uno fuese exclusivamente responsabilidad suya.

En su modesta opinión, era por completo absurdo. Era un líder fuerte y capaz, con un talento para los negocios que le había permitido ampliar el patrimonio familiar más allá de lo que ella jamás habría imaginado. Podía administrar la fortuna de la familia con los ojos cerrados y, como su liderazgo estaba tan bien considerado en la Cámara de los Lores, todo Londres podía brindar por él si lo deseaba. Sin duda, muchos lo habían querido así. Era uno de los personajes más buscados del país. Siendo un duque joven, inmensamente rico y de una belleza fuera de lo común, su influencia no tenía igual entre los aristócratas. Sin embargo, parecía siempre aburrido, en ocasiones incluso angustiado. Desvió la mirada hacia Nina, sentada a la derecha de su hijo, cuya sonrisa quedaba reservada sólo para él. Peter apenas parecía consciente de su presencia.

Eso era lo que Elena odiaba del compromiso matrimonial, que él apenas era consciente de la presencia de Nina.

Sorbió distraída su vino mientras contemplaba a la preciosa chica. No tenía nada en contra de ella; era una joven agradable y bien educada, hija del afable conde de Whitcomb, y un buen partido para un duque, pero no para su hijo. Elena quería que Peter conociera el gozo puro del amor, como lo habían hecho ella y su querido Fermín, esa absoluta adoración que uno siente por su verdadera alma gemela. Quería que su hijo se casara por amor, no por algún extraño sentido del deber. Confiaba en que, en algún oscuro rincón de su alma, Peter quisiera amar a la mujer con la que iba a casarse, que quizá, sólo quizá, se diera cuenta de que Nina no le tocaba esa fibra que le hiciera querer mover montañas sólo por complacerla.

Desde el otro lado de la mesa, Peter cruzó una mirada con ella y, muy discretamente, alzó una ceja, como preguntándole en qué pensaba. Elena se encogió de hombros, impotente. Él forzó una sonrisa y miró a Pablo, que relataba algún suceso atroz ocurrido durante uno de los alborotos del infame Harrison Green, para gran divertimento de Edwin Reese. Elena había observado que los otros jóvenes se mostraban cautivados por los detalles del asunto Harrison Green, pero como siempre, parecía aburrido.

Su madre estaba equivocada: no estaba aburrido. Maquinaba en silencio el modo de convencer a su futuro suegro para que apoyara un conjunto de reformas que seguramente saldrían de la Cámara de los Comunes durante la siguiente consulta; unas reformas que harían bajar los elevadísimos aranceles que pagaba por su compañía naviera.

Cuando terminó la cena y las mujeres se retiraron al salón verde, Peter, Pablo y lord Whitcomb se quedaron en el comedor para beberse una copa de oporto y fumarse un puro, como siempre. Peter miraba en silencio las manecillas del reloj de porcelana que había sobre la chimenea mientras Pablo y Whitcomb hablaban de un par de perros de caza. Convencido de que la valiosa pieza de relojería se retrasaba, Peter lo comparó con su reloj de bolsillo.

—¿Te aburrimos, Sutherland? —dijo Whitcomb sonriendo. Sobresaltado, Peter se guardó el reloj de inmediato.

—Está reflexionando sobre la noticia de una nueva pérdida en las Indias Orientales —dijo Pablo, riendo.

—¿Es eso cierto? Este negocio con los barcos nunca me ha parecido rentable —observó el anciano conde.

—Resultaría muy rentable si los aranceles no fuesen condenadamente altos —replicó él.

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