Capitulo 2

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Rosewood, sur de Inglaterra.

Estefano, el primero de los internos de Rosewood, esperaba en el apostadero de Pemberheath, encaramado a un viejo carricoche tirado por dos caballos grises escuálidos que parecían no haber visto un buen pasto en una decena de años. Por suerte, Rosewood estaba a sólo cinco kilómetros de Pemberheath, y la ilusión de Lali aumentaba a cada metro. Sin embargo, cuando tomaron el desvío de Rosewood, su entusiasmo se tornó en conmoción. La que un día fuera una casa señorial se encontraba en tal mal estado que apenas la reconocía. Las extraordinarias contraventanas verdes, tan imponentes durante su juventud, se habían deteriorado con los años, y una de ellas colgaba de una sola bisagra. Las ventanas de vidrio de las que su madre se había sentido tan orgullosa presentaban varias grietas. El césped de la entrada principal estaba plagado de malas hierbas, la valla se desmoronaba, y una fina columna de humo se alzaba sin fuerza desde una de las cuatro chimeneas. Dos crías de cabra se comían las malas hierbas próximas a una de las esquinas de la mansión.

—¿Qué ha ocurrido? —exclamó sin ocultar su angustia.

—Andamos un poco escasos de fondos —masculló Gastón con desaliento.

¿Escasos de fondos? A juzgar por el aspecto del lugar, debían de andar en la indigencia.

—Pero... ¡algún ingreso tendremos! —gritó.

—Es complicado —respondió Gastón con tristeza—. Ya te lo explicaré —murmuró mientras el carricoche se detenía ante la puerta principal.

Estefano saltó de inmediato de donde estaba encaramado y salió disparado para iniciar lo que, por lo visto, para él era la importantísima tarea de acorralar a las crías de cabra.

La puerta principal se abrió de pronto y un chaval de casi doce años salió con dificultad gritando:

—¡Ha vuelto! ¡Está en casa! —Una gran mancha púrpura le cubría la parte superior de la frente, el ojo y la mejilla izquierdos hasta el cuero cabelludo.

Lali se apeó del coche en seguida, y el niño echó a correr y le rodeó la cintura con sus brazos flacos.

—¡Cuánto me alegro de verte, Leo! —le dijo ella, contenta, mientras lo abrazaba con fuerza.

—¿Has viajado en un barco muy grande? —preguntó él, ansioso.

—Sí, cielo, hemos navegado en un barco muy grande —respondió ella con una risita—. Pero sólo hemos visto un pirata.

—¡Un pirata! Pero ¿cómo sabíais que era pirata? —preguntó, sobrecogido.

Lali rió.

—Porque llevaba un tricornio, un parche en un ojo y una espada en la cintura, ¡por eso!

—¿Era más alto que tío Bartolomé? —gritó desde la puerta otro niño de unos diez años mientras se acercaba corriendo a Lali.

Ella lo interceptó antes de que se le tirara encima. Lo estrechó con fuerza entre sus brazos y le besó su dorada cabecita.

—Era más alto que tío Bartolomé y hablaba un idioma raro —confesó ella arrodillándose.

—¡Te lo dije, Alaí! ¡Te dije que habría piratas!

—Ya lo sé, Mateo —replicó, indignada, una niña desde la puerta.

Lali sonrió y le tendió una mano a la hermosa niña de catorce años. Alaí se disponía a acercarse cuando recibió un empujón de la pequeña Luz, que salía veloz al encuentro de Gastón. Cristobal, otro niño, de siete años, se apretujó delante de Alaí, con su espada de madera enfundada en el cinturón. Los niños se amontonaron a su alrededor como crías en busca de alimento, y Lali los abrazó a todos, respondiendo con paciencia a las preguntas que le gritaban y riendo, satisfecha, mientras escuchaba de su boca las novedades.

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