Capitulo 10

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Rosewood, cuatro meses después...

Gastón avanzó despacio por el estrecho pasillo en dirección al gabinete, temiendo su encuentro con Bartolomé. La llamada de su tío nunca era una buena noticia y estaba seguro de que aquella vez tenía que ver con Lali. Seguro que sí; casi se habían quedado sin fondos y los beneficios anuales de la cosecha de maíz habían sido menores de lo esperado. Si no se equivocaba, y conocía bien a su tío, sólo podía haber una razón para aquel repentino encuentro familiar.

Entró en el gabinete, donde Bartolomé estaba sentado, como siempre, delante del fuego. Lali intentaba acabar con el desorden que lo rodeaba.

—Al menos, acudes a la reunión —gruñó el hombre.

—¿Qué pasa, tío? —suspiró Gastón, y se acercó cojeando a la chimenea.

—Tengo noticias —masculló éste irritado mientras se servía un coñac—. Hay un fideicomiso que revierte en Gastón cuando cumpla veintiún años —anunció con brusquedad.

¿Un fideicomiso? ¡No había fideicomiso! El instinto premonitorio de Gastón empezó a agudizarse.

—¿Cómo dices? —preguntó con calma—. ¿De qué fideicomiso hablas?

—No te alteres. No es nada sustancioso, sólo una pequeña cantidad que tu padre apartó para ti, el muy...

—¿Y por qué nadie me lo ha comunicado hasta ahora? —inquirió Gastón, su mal presentimiento de pronto transformado en indignación.

—Bueno, como no podías tenerlo antes de cumplir los veintiuno, no me pareció necesario.

Gastón estaba a punto de decirle lo que era necesario, pero Lali lo sorprendió con una sonora carcajada.

—¡Qué gran noticia! ¡Ay, Gastón, así tendrás dinero para invertir, que era lo que querías! —Sonriente, se volvió hacia el hombre—. ¿Cuánto es, tío?

—Cinco mil libras —susurró él. Lali se llevó las manos al pecho.

—¿Cinco mil libras?

—Pero lo he cogido prestado —señaló su tío descaradamente.

Un silencio absoluto inundó la estancia mientras Bartolomé sorbía su coñac como si nada.

—¿Que lo has cogido prestado? —dijo Gastón al fin.
—¡Por todos los santos! Necesitaba algo con lo que llevarla a Londres, ¿no? —espetó Bartolomé—. ¿Acaso crees que una Temporada social se prepara con una condenada canción?

Gastón tardó un poco en entender lo que su tío decía. Miró a Lali, completamente pasmada.

—¡Oh Dios! —bramó, y su alarido resonó en toda la casa—. ¿Qué has hecho?

—Lo que haría cualquier hombre en mi situación —señaló éste sin más, y dio media vuelta.

La rabia estalló en el pecho de Gastón, que cruzó la estancia detrás de su tío, dispuesto a agarrarlo por el rechoncho cuello. Lali se interpuso entre los dos, haciéndole perder el equilibrio y caer de espaldas.

—¿Está todo el mundo loco en esta bendita casa? —gritó Bartolomé y, estirándose la solapa, levantó el vaso de coñac con la intención de dar un sorbo. Pero Gastón volvió a abalanzarse sobre él, le quitó el vaso de un manotazo y derramó su valioso contenido sobre la ajada alfombra.

—¡Por Dios que no lo contarás si vuelves a ponerme la mano encima! —rugió Bartolomé, e intentó levantarse de su silla.

—¡Basta ya, basta ya! —gritó Lali, y obligó a Bartolomé a sentarse de nuevo—. ¡Gastón! ¡Lo que ha hecho, por malo que sea, no justifica la violencia! ¡Y tú, tío! —espetó, mirando a su corpulento tío con idéntico acaloramiento—. ¡Más vale que puedas explicar por qué le has robado la herencia a Gastón!

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