Capitulo 40

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—Adelante —gritó Peter al oír un ligero toque en la puerta de su despacho. Levantó la mirada al ver a Elena entrar decidida en la habitación, sus ojos color avellana resplandecientes—. Buenas tardes, mamá. ¿Ocurre algo? —añadió sin inmutarse.

—La verdad es que sí —contestó, y se dirigió al escritorio de él—. ¿Sabes lo que he visto hoy? He visto a un doctor al que creía compasivo rechazar una donación de confitura para su pequeña clínica. Y no un frasco, no, una caja llena. ¿Y por qué crees que lo ha hecho? —inquirió, con los brazos en jarras.

Peter se recostó en la silla.

—Seguro que estás a punto de decírmelo.

Los ojos resplandecientes de su madre se nublaron.

—Ha rechazado la donación porque la mujer que la llevaba no tenía muy buena reputación. ¿Te lo puedes creer? ¿Rechazar una donación por una habladuría?

Le costaba creerlo y negó con la cabeza.

—Me parece una mezquindad.

—¿Una mezquindad? ¡Para mí es el acto más despreciable que he presenciado en mi vida! —espetó ella, furiosa.

Divertido por su indignación, Peter sonrió.

—¿Quieres que le obligue a tragarse la confitura?

—¡La mujer era la condesa de Bergen! Y antes de que vuelvas a decirme que no la mencione en tu presencia, te recuerdo que para bailar un vals memorable hacen falta al menos dos.

El buen humor de Peter se esfumó de pronto. Miró furioso a su madre y de inmediato volvió a su trabajo, ignorándola por completo.

—Gracias por el recordatorio, mamá. Si no hay nada más...

—Sí, sí hay más —susurró, furiosa—. Es víctima del desdén de toda la ciudad, pero no cometió la infracción ella sola y ¡serás un animal si dejas que esto continúe! Cielo santo, la querías lo bastante como para anular tu compromiso, pero, por lo visto, no lo suficiente para evitar su ruina.

Peter dio un fuerte manotazo en el escritorio y algunos papeles se desperdigaron.

—¡Se acabó! —bramó. Elena sonrió, perversa.

—Sí, eso creo —dijo, dio media vuelta y salió airosa del despacho, cerrando la puerta de golpe.

Peter miró furioso hacia la puerta. Su madre era una boba meticona y no tenía derecho a entrometerse en sus asuntos. ¿De verdad creía que él ignoraba que la reputación de Lali era consecuencia directa del deseo incontenible que ella le inspiraba? ¿Qué se supone que iba a hacer él ahora? ¡Ella le había dado la espalda a él, no al revés! Lo había dejado en ridículo, ¿y ahora tenía que acudir a su rescate?

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta flojito y, por un instante, valoró la posibilidad de cerrar con llave para evitar otra intromisión de su madre.

—¡Adelante! —bramó, y se entretuvo con las facturas que estaba revisando. Que le pusiera el grito en el cielo si quería; él estaba ocupado. Oyó el frufrú de sus faldas al entrar y rezó para que soltara lo que fuese y se largara. El leve olor a gardenias lo irritó; ¡tenía que llevar precisamente ese perfume, con todos los frascos que tenía en su tocador! Mojó la pluma en el tintero.

—Lo siento muchísimo.

Lali. Levantó la cabeza de golpe al tiempo que lanzaba por los aires, sin querer, algunos papeles. Dejando la pluma, se levantó torpemente de la silla y se agarró al borde del escritorio, mudo de asombro. ¡Su madre iba a pagar muy cara aquella jugada!

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora