Capitulo 28

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No tenía ni idea de adónde iba. Caminando sin rumbo por Hyde Park, ajena a todo lo que la rodeaba, quería morirse. El dolor que había empezado a sentir en el pecho en cuanto Nina había entrado en la acogedora salita de Candela se había hecho intolerable al escapar y, en aquel momento, era un dolor pulsátil y persistente de todo su cuerpo. No tenía claro qué le dolía más, si la deshonra que se había provocado a sí misma o el que Peter hubiese querido fugarse con su prometida aquel mismo día, precisamente. ¡Dios, el muy desgraciado no podía esperar a su boda! ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

No vio a lord y a lady Fairlane hasta que casi los tuvo encima. Hizo un esfuerzo sobrehumano por sonreír y musitar un saludo. Lord Fairlane le respondió con un movimiento seco de cabeza; lady Fairlane fingió que no la había visto mientras pasaban de largo a toda prisa. Confundida por su comportamiento, Lali se detuvo y miró por encima del hombro a la pareja. «Esa gente te despedazará viva.» Recordó la advertencia de Máximo y contuvo un amargo sollozo. Una fulana, eso es lo que era. Una mujer de moral relajada, ordinaria como una tabernera.

Pero y él, ¿qué era? ¿Y las cosas que le había dicho, el entusiasmo con que le había hablado? «Solucionaré lo nuestro», le había dicho. ¡Maldito fuera! ¡Había querido decir algo completamente distinto a lo que ella había pensado! Sin duda se refería a algún piso coqueto en alguna parte... ¡y ella le había pedido que le hiciese el amor! Una vergüenza intensa se apoderó de ella. Se llevó las manos a las mejillas y se obligó a caminar. Bueno, bueno, a lo mejor se lo había pedido, pero había sido él quien lo había preparado todo para llevarla a la ópera. Había sido él quien le había dicho que la deseaba como nunca había deseado a nadie. Le había dicho muchas cosas dulces y tiernas, pero ni una sola vez había admitido que la amara. ¡Qué boba había sido de confundir su lujuria con amor!

Incapaz de contener un solo sollozo más, Lali se dejó caer en un banco y enterró la cara en las manos, asqueada al entender de pronto que lo que había ocurrido la noche anterior no había sido más que una fantasía. Su fantasía. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?

El sol casi se había puesto cuando al fin alzó la cabeza. Sólo había un remedio plausible para su desolada situación. Debía alejarse lo máximo posible de Peter Lanzani. Irse lo más lejos posible de Londres. De Inglaterra, ya puestos.

Una vez tomada aquella decisión, se levantó y empezó a caminar despacio en dirección a Belford Square, donde Máximo había alquilado una casa.

Al conde no le gustaba el hombre descuidado que había contratado como mayordomo; al parecer, pasaba la mayor parte de su tiempo en las cocinas, con la criada. Estaba convencido de que la imposibilidad de contratar un buen servicio era la más molesta de las maldiciones de ser forastero. De no haber sido porque casualmente pasaba por la entrada en aquel momento, nadie se habría enterado de que llamaban con urgencia a la puerta. Refunfuñando en alemán, cruzó el vestíbulo y abrió.

Máximo hizo un aspaviento. Por su aspecto, desde los mechones de pelo oscuro sueltos en todas las direcciones al bajo del vestido manchado de la porquería de la calle, habría dicho que a Lali le habían dado una paliza. Empezó a hablar, pero no consiguió articular palabra. Alarmado, el hombre la cogió antes de que se desplomara en los escalones de entrada y la metió dentro.

—Liebchen, ¿qué ha ocurrido? —le preguntó desesperado, retirándole el pelo de la cara—. ¿Qué ha pasado?

—Máximo, tengo que hablar contigo —farfulló ella, limpiándose una lágrima de la mejilla con la mano temblorosa.

—No intentes hablar ahora —le dijo él, volviendo sin querer al alemán—. Deja que te traiga algo de beber. —La acompañó al gabinete principal y tiró furioso de la campana del servicio. Luego la sentó en un sofá y, nervioso, le cogió la mano. Apareció el mayordomo y los ojos se le pusieron como platos al ver a Lali.

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