Capitulo 26

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Peter firmó los últimos papeles que su secretario le había dejado, rematando con trazos firmes unas palabras que no había leído. Le daba igual, ya nada le importaba. Dios, había hecho exactamente lo que Gastón había temido que hiciese. Como un macho en celo, había puesto a Lali en una situación difícil de reparar, había arruinado la reputación de la única mujer a la que amaría de verdad en toda su vida. Además, había traicionado a Nina.

Nina.

Una punzada de arrepentimiento le recorrió la espalda. Ella no merecía aquello, aquella perfidia desmedida a apenas unas semanas de la llamada boda de la década. Soltó la pluma y cerró los ojos, procurando borrar de modo expeditivo los delicados rasgos de ella y su propio sentimiento de culpa.

No tuvo que mirar para saber que era Pablo el que entraba en la habitación sin anunciarse. Abrió los ojos y vio a su hermano pequeño delante de él, con la edición matinal de The Times bajo el brazo. La mirada grave de Pablo, por lo general rebosante de jovialidad, lo sorprendió. Éste se lo quedó mirando un buen rato, luego le preguntó a bocajarro:

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Estoy revisando unos documentos —le contestó sin alterarse.

—Sabes muy bien a qué me refiero, Peter.

—No lo creo —respondió él con cautela.

—Entonces te lo voy a decir muy clarito. ¿Qué demonios es este cotilleo de las páginas de sociedad? ¿Por qué habla todo el mundo de cierto duque que asistió anoche a la ópera en compañía de cierta condesa?

Peter bufó, impaciente. Lo último que necesitaba en aquel momento era la indignación de Lali por un chisme insignificante.

—Por lo visto, no dejaste nada a la imaginación —prosiguió Pablo, tirándole el diario a la mesa precipitadamente—. Sobre todo cuando los se fueron, solos, y tía Paddy tuvo que volver a casa con la señora Clark, en lugar de acompañada por su sobrino favorito, que la había llevado al teatro. El pequeño espectáculo que organizaste sólo lo eclipsó el de Bergen. Al parecer, ¡se pasó la velada mirándolos con cara de tristeza a la condesa y a ti! —exclamó, y se dejó caer pesadamente en una de las sillas de cuero.

—Vaya, ¿ahora te crees toda la basura que lees, Pablo? —le preguntó Peter, cortante.

—Se comenta en toda la ciudad, Peter. ¿Es cierto? —inquirió su hermano, furioso.

El duque le dedicó una mirada acalorada.

—No es asunto tuyo, pero sí, la acompañé a la ópera, como acompañé a lady Fairlane la semana pasada cuando su marido estaba de viaje. ¿Qué tiene de malo?

—Esto es distinto, Peter. A diferencia de lady Fairlane, la condesa de Bergen no está casada con uno de tus mejores amigos. Saliste con ella mientras tu prometida está fuera asistiendo a su abuela moribunda. La noche en que acompañaste a lady Fairlane, ¡tu prometida también estaba presente! Y lady Fairlane, a pesar de todos sus encantos, no es hermosa. La condesa de Bergen es preciosa, un dato que se destaca en el diario, junto con la observación de que no debiste ver un solo acto de la condenada ópera, ¡porque no le quitabas los ojos de encima! —gritó Pablo, señalando furibundo el periódico que había dejado en el escritorio.

—¡Qué bobada! —murmuró Peter, indignado, apartando de un manotazo el periódico.

—¡Condenada bobada! ¿Qué hay de Nina? —inquirió Pablo a bocajarro.

—¿Qué demonios te pasa, Pablo? —quiso saber Peter, esforzándose por controlar su furia creciente—. Pensé que te divertían las emocionantes mentiras que escriben sobre mí. Ésta no es la primera vez que corre algún rumor.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora