Capítulo 29: Perdidos en el mar.

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"Yo también la amo", eran cuatro palabras cargadas de significado para aquel par de amantes que reposaban sobre la proa del barco, la que sería testigo de su amor por al menos unas cuantas horas más. Estaban abrazados, cómodamente, en aquel sillón de cuero blanco, que alojaba sus cuerpos llenos de amor y de deseo.

La vista de ambos estaba perdida en la inmensidad del mar, observando como los rayos de sol, cálidos y fuertes, jugueteaban sobre la superficie del agua. Él horizonte, tan lejano y perfecto, les transmitía paz y serenidad.

Después de aquel beso, de aquella confesión que los labios de Armando habían profesado, Betty se acurrucó entre sus brazos y quedaron en silencio.

Él, entonces, comenzó a acariciar su brazo con calma, con delicia, en un movimiento lento y despreocupado como si hubiese nacido con el propósito de ese momento. Betty, reposó una de las manos en su pecho, rozando de vez en vez, los botones de la camisa azul que tan bien le lucía al hombre que amaba. Era tan fuerte la conexión, aún sin mirarse, aún sin profesar palabras de amor, que ella tuvo el impulso de hundir sus dedos por debajo de la tela entre cada espacio que unía los ojales de la prenda para tocar su piel.

Entre tanto, entre que ella se debatía en en estos pensamientos, en si en sucumbir o no a la dulce dulce tentación, él la estrechaba cada vez más contra su cuerpo, en un acto reflejo, sin darse cuenta, tratando de saciar la necesidad de su encanto, de beberle la piel con los ojos, de respirar el mismo aire que tenía la bendición de tocarla por donde quiera, por doquier.

Los latidos de ambos comenzaron a acelerarse, a juguetear con la idea de unirse a través de sus pieles desnudas, de acariciarse con palabras, palabras que pudieran despertar su hambre de almas y de sentires.Sus respiraciones eran como huracanes cargados de aire cálido y frío, una mezcla híbrida de recuerdos, deseos y amares en medio del mar.

Jamás un hombre había podido despertar aquella mujer de fuego que ocultaba tras las gafas enormes que cubrían sus ojos, tras aquel capul que le impedía a Armando besar su frente limpia, con plena libertad, tras la timidez que guardaba el secreto de su cuerpo y de las sensaciones deliciosas que sentía, que él le hacía sentir como mujer. Cuánto le hubiera gustado a ella, tener la valentía de decirle que todo de él lo seducía, su mirada, su voz, su loción, que cuando lo tenía cerca o la tocaba, parecía perder el control. Control cada vez más inexistente, porque había ya algo definitivo, lo deseaba, lo deseaba sí, pero no como las demás mujeres. Lo deseaba en alma, quería amarlo, cuidarlo, acompañarlo en todo momento, pero también lo necesitaba en carne, en cuerpo y en espíritu. Anhelaba ser suya y no sabía cómo actuar ante esa situación que la dejaba al límite del nerviosismo y el caos. Armando ya la había visto en traje de baño, era cierto, pero una cosa resultaba vestir prendas que mostraran parte su cuerpo descubierto, y otra cosa muy distinta, la de lucir la vestimenta de la desnudez delante de un hombre y más un hombre como Armando, que había estado con tantos cuerpos perfectos y trabajados. ¿Qué sentiría?, ¿cómo la miraría?, eran las dudas que la torturaban, que la azotaban, pero todo eso se desvanecía y tambalea cuando aquel hombre la tocaba haciéndola morir y revivir a cada paso de sus manos sobre su piel, de sus labios.

Armando estaba en calma, relajado, nada tenía que envidiarle al océano, que le prestaba a sus ojos, la majestuosidad del silencio. La sentía cerca de su pecho, de su corazón y sonreía ancladamente mientras dibujaba patrones inexistentes con los dedos sobre la piel de ella, de su Betty. Moría por bordar caricias a lo largo de su cuerpo, por aquellos rincones de sus labios que había podido probar hace poco, por esas zonas ocultas y prohibidas para cualquier mortal pero que, si Dios lo acompañaba en dicha travesía, iba a poder poseer, venerar, cuidar y amar.

Sin embargo, el mar, había logrado calmar todo ese torrente, todo ese huracán de fuego que yacía en su pecho y se le obstruía en la garganta. Claro, sólo por unos cuantos minutos, porque cuándo el barco hizo un movimiento imprevisto y él, por proteger a Betty, sintió cómo ella quedaba por encima de su regazo, rozando zonas que ni quería pensar, la respiración entrecortada lo sacó de tierra firme hundiéndose más y más en el agua.

Perdidos en la noche.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora